LA “BELLE ÉPOQUE” DE LA COSTA AZUL

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El rincón más romántico de la Costa Azul es, para mí, la Villa Ephrussi de Rothschild. Se levanta en un promontorio de Saint Jean Cap Ferrat, dominando el Mediterráneo. Parece una villa florentina o veneciana del renacimiento; pero fue construida a principios del siglo XX por una mujer afortunada y romántica. Todo en la Villa Ephrussi es femenino: las for-mas redondeadas del mobiliario Luis XV, las tapicerías de Gobelins, los dibujos y los pasteles de Fragonard… Hay piezas de valor incalculable, como las puertas lacadas o las porcelanas chinas que pertenecieron a la Ciudad Prohibida de Pekín. Sin olvidar los jardines, que se adentran en la bahía de Villefranche como un navío cargado de flores. Los templetes románticos entre cipreses y pinos me recuerdan el palacio que se hizo construir Sissi en Corfú, o quizás la villa de Adriano en Tívoli.

Beatriz Ephrussi era delicada y romántica. Amaba los largos viajes en barco y venía a la Costa Azul para recordar esos momentos inolvidables. Amaba las colchas de seda, las tapicerías doradas sobre fondo gris, las rosas rosas. Se hacía traer cada mañana al dormitorio un servicio distinto de bohemia, y desayunaba contemplando los reflejos del mar en su ventana.

Muy cerca de la Villa Ephrussi hay otro lugar extraordinario: la Villa Kerylos. Fue construida en la belle époque por un músico, Teodoro Reinach, que amaba los fetiches del mundo helénico. Adoro este rincón de la Costa Azul que parece poblado por griegos locos. La brisa trae el perfume de los pinos y los laureles, que huelen como los cabellos de azabache de las mujeres de Creta. Ellas se frotaban los labios con hojas de nogal, para ponérselos de color naranja. Pero aquí basta la luz del sol, el vino, las naranjas, las rosas. Es difícil jugar con los dioses y no ensangrentarse. Cada una de las estancias de la Villa Kerylos tiene un fantasma; en el comedor parece que todavía duermen la siesta los pretendientes de Penélope; en los baños de mármol se filtra una luz vaporosa, como si acabasen de perfumar sus cuerpos las esclavas de Helena; en los patios y en las ventanas se dibujan, como en los palacios minoicos, oscuras sombras de toros.

Los baños de mar

Es agradable perseguir sombras, historias y misterios en los viajes. Y no hay nada tan delicioso como pasarse una mañana leyendo en una playa solitaria, a la sombra de un pino; o dedicar unas horas a contestar la correspondencia y a leer, en una terraza, después del desayuno.

La soledad es un privilegio. Y durante mucho tiempo, comer solo, vivir solo o bañarse solo se consideraba cosa propia de sibaritas depravados. Los balnearios termales entraron en decadencia cuando la gente descubrió las delicias del baño individual: una costumbre que practicaban los habitantes de Síbaris y que los griegos consideraban una extravagancia.

Todo el mundo ha oído hablar de los baños de leche que tomaba Popea. Y esa misma costumbre practicó el duque de Richelieu, que conservaba su vigor juvenil macerándose en leche; aunque, como era un avaro, dicen que –después de bañarse– revendía la leche…

La marquesa de Rochechouart relata que, hallándose de viaje, no encontró leche de vaca para sus baños, y tuvo que darse un masaje con la leche que le proporcionaron tres nodrizas.

También Paulina Bonaparte tomaba diariamente una ducha de leche. Y, si en la casa donde se hospedaba no había una instalación de ducha, ordenaba agujerear el techo para que un criado le arrojase la leche desde arriba.

Los baños individuales condujeron a muchas extravagancias, convirtiéndose en un motivo de martirio para los posaderos. Había gente que se bañaba en vino de Alicante o en vino del Rhin, como Jerónimo Bonaparte. Algunas bellezas, como Teresa Tallien, se bañaban entre fresas y frambuesas; se supone que sólo en temporada. Y los más exagerados se bañaban como un estofado, en una maceración de vino, clavo, laurel, trufas, vino y aceite; receta que al parecer daba energías a los novios para acometer la noche de bodas.

No era de la misma opinión el sabio humanista Covarrubias quien asegura que los baños debilitan a los hombres, y refiere cómo Don Sancho, hijo de Alfonso VI, pereció luchando contra los moros por haberse excedido en baños y recreos que afectaron su virilidad.

Pero, cuando la gente descubrió las delicias del agua de mar, volvieron a ponerse de moda los baños colectivos.

No hay que olvidar que los baños de mar fueron, durante mucho tiempo, una terapia reservada a las personas mordidas por perros rabiosos, o a los que sufrían migrañas. El Doctor Tourtelle recomendaba baños de mar a todos cuantos padecían “caquexia húmeda o humores fríos”; es decir –si utilizamos sus propias palabras– “personas de una constitución pituitosa, cuya fibra era blanda, inerte y embebida en una serosidad superabundante

Las tres camareras de la reina María Teresa que fueron mordidas por un perro rabioso, tuvieron que someterse a una cura brutal. Encordadas fueron arrojadas al mar, aunque solo permanecieron el tiempo que se tarda en pasar por agua un huevo o en rezar un avemaría.

Había que ser un valiente, como Napoleón, para lanzarse voluntariamente a las aguas embravecidas del mar. Pero cuando el emperador se atrevió a bañarse en Biarritz en noviembre de 1808, lo más peligroso no eran las olas; sino la presencia cercana de la escuadra inglesa. Y cada vez que Bonaparte entraba en el agua, iba precedido por un destacamento de caballería que patrullaba alrededor.

En 1824, la duquesa de Berry se bañaba también en Dieppe, precedida de dos bañeros que alejaban a los cangrejos, y dando su mano al Inspector de Baños, vestido con traje de ceremonia, guantes blancos y chistera. Cuando la duquesa recibía el impacto de las primeras olas, el doctor Mourgué, alzaba su chistera y ordenaba así que la batería de costa lanzase un par de salvas.

El doctor Gaudet, que tenía ideas muy claras sobre los baños de mar, preconizaba un máximo de cuatro minutos para las mujeres, y el doble para los hombres. Pero confesaba que había conocido a un joven que aguantaba media hora en el mar, aunque –advertía seriamente Gaudet– “es un muchacho que está completamente idiotizado…”

Los grandes financieros, como Morny –el hermanasto de Napoleón III– contribuyeron al auge de los balnearios marítimos de moda, como Trouville o Deauville, construyendo casinos, parques, palacios, hipódromos y lujosos hoteles.

El duque de Morny debía su propia existencia a los antiguos balnearios, porque Hortensia, su madre lo engendró en Aix-en-Savoie. Ella era princesa de Holanda, por su matrimonio con Luis Bonaparte; pero cuando el hermano de Napoleón perdió su trono, Hortensia se refugió en Aix y se consoló amando al coronel Flahaut. Así nació el pequeño bastardo que recibió el nombre de Demorny, y que sería el creador de los balnearios de Normandía.

En 1832, Alejandro Dumas no había encontrado ni un miserable barquichuelo que quisiera llevarle del Havre a Trouville. Se hospedó en una fonda que le ofreció, por 50 céntimos, cama y comida a discreción. Sin duda la posadera no sabía con qué tragaldabas se jugaba los cuartos, y el bueno de Dumas cenó aquel mismo día: un cocido, unas costillas de cordero, dos lenguados, un bogavante con mayonesa, dos becadas, y una ensalada de gambas, todo ello regado por un litro de sidra.

Dumas quedó contento de haber aprovechado la oferta de la pensión; pero unos días más tarde se dio cuenta de que la posadera no era tonta y concocía bien a los escritores. A los pintores sólo les cobraba cuarenta céntimos por el bufete…

El duque de Morny, ennoblecido por su hermanastro Napoleón III, levantó el prestigio de los balnearios normandos. Bastaba citar su nombre –“Morny est dans l’affaire”– para abrirse camino en la selva de las finanzas. Y Morny se pemitía incluso mostrarse grosero con el barón de Rothschild; hasta el punto que se cuenta cómo en cierta ocasión le recibió en su despacho y ni siquiera se dignó saludarle:
-Coja usted una silla –dijo Morny, sin levantar la mirada de su mesa.
-¡Oiga usted! –protestó el barón, ofendido– ¡Soy Rothschild!
-Pues coja usted dos sillas, respondió Morny.

Así, al amparo del hermanastro de Napoleón III, nació también Deauville, con su iglesia, su puerto deportivo, sus fabulosos jardines, su campo de golf y su estación de ferrocarril.

Se inventa la Costa Azul

La condesa de Melgar, esposa del gobernador español de Milán, llegó a Cannes a fines del siglo XVII. No se atrevió a bañarse en las aguas de la bellísima bahía; pero fue recibida ya como si inaugurase el Club Mediterranée, con tambores y antorchas, naranjas, vino, flores y perfumes de Grasse.

Hasta bien entrado el siglo XIX no fue fácil llegar a la Costa Azul. Y Mr. Smolett, viajero escocés del siglo XVIII, nos recuerda cómo se necesitaban 27 postas desde Calais hasta París, y 80 etapas desde París hasta Niza. En total, más de quince días de viaje, martirizado por los malos hospedajes y amenazado por los bandoleros que infestaban el Esterel. Las guías de viaje de la época recomiendan “mirar debajo de las camas antes de acostarse, y colocar la cómoda detrás de la puerta”. Todo éllo para alcanzar aquella vieja Niza que, según el viajero escocés, sólo ofrecía unas calles llenas de excrementos, unas ventanas sin cristales y cubiertas de papeles, unos tenderos ladrones y unos mosquitos voraces… ¡Menos mal que aquella costa alegre y florida, perfumada por rosas y claveles, abanicada por el rumor de los olivos, adornada por naranjos y limoneros, justificaba las penas del viaje!

Mr. Smolett se bañó en Niza, despertando la curiosidad despectiva de los indígenas. Y, tras él, llegaron otros ingleses que se reunían en el Hotel de Inglaterra: pálidos ellos, como peces húmedos, colgados del anzuelo de su pipa; y delgadas ellas, prisioneras en sus corsés como raquetas de tenis mal encordadas.

Napoleón, después de expulsar a los ingleses, decidió construir una magnífica carretera desde la Costa Azul a Italia. Y así nació, entre 1805 y 1812, la Grande Corniche. Pero Napoleón, el mejor ministro de turismo que tuvo Europa, limpió también los caminos de bandoleros y batió todos los récords de velocidad, haciendo el viaje de Turín a Saint Cloud en dos jornadas y media.

En cierta forma podría decirse que todos los Bonaparte habían comenzado su carrera real en la Costa Azul. Y cuando llegaron por primera vez a Toulon, las mujeres de la familia tenían un pasaporte que las identificaba como costureras. Pocos años más tarde, gracias a su her-mano, estaban colocadas en los mejores tronos de Europa.

La bella Paulina, hermana del emperador, contribuyó a la fama de Niza. Napoleón la llamaba Notre Dame des Colifichets, Nuestra Señora de los Perifollos, porque era muy aficionada a los trapitos y a los turbantes. Pero Paulina se desemperifollaba enseguida y se bañaba desnuda, en brazos de Paul, su esclavo negro. La verdad es que Paulina había aprendido junto a su cuñada Josefina ciertas costumbres tropicales de la Martinica, y tenía también la relajada y confortable costumbre de calentarse los pies en los pechos de sus esclavas.

A un buen viajero inglés la caída de un Imperio le importa tan poco como la caída de una hoja. Y, después de la caída del Imperio, la Costa Azul –dotada ya de un ferrocarril– volvió a entregarse a los ingleses. Aunque la atrabiliaria policía sarda amargaba la vida de los turistas.

Héctor Berlioz, por ejemplo, fue detenido por la policía.
-¿Qué hace usted paseándose cada día con un cartapacio bajo el brazo? –preguntó el comisario.
-Estoy convaleciente de una enfermedad y me dedico a componer –dijo Berlioz.
-¿Componer sin un piano? –protestó el policía– ¿No estará usted levantando un plano?
-Sí, señor –comentó Berlioz, con sorna– estoy preparando la entrada del rey Lear.
-¡Un rey inglés! –gritó el comisario– ¡Que le detengan!

Y así, a la mañana siguiente, Berlioz tenía que abandonar Niza, camino de Roma.

De Cap d´Antibes a Cannes

En la primera mitad del siglo XIX, Cannes se había convertido también en la estación invernal preferida por los ingleses. Aunque los intelectuales franceses, como Chateaubiand y Victor Hugo, acudían al Cap d’Antibes, para evocar la memoria de Napoleón.

Merimée pasaba sus inviernos en Cannes, durmiendo hasta el mediodía y contemplando las islas desde la cama. Dejaba correr las tardes, rodeado de amigos intelectuales, entre nubes de tabaco oriental. Y, por las noches, sahumaba su casa con vahos de eucalipto, para limpiarse los pulmones. A veces, se le veía paseando con sus dos enfermeras inglesas: una le llevaba sus acuarelas, y la otra un arco con flechas. La afición a la acuarela la heredó de su madre. Pero el tiro al arco era una prescripción médica, porque sufría dolor de espaldas.

La reina Victoria pasaba temporadas en la Villa Edelweiss de Cannes; un nombre alemán que fue la última concesión que la emperatriz hizo a su marido. A partir de esa fecha, los reyes y las reinas de Inglaterra se llamarían Windsor, en vez de responder a su auténtico nombre de Sajonia-Coburgo-Gotha… No le faltaba humor al kaiser cuando anunciaba a sus primas inglesas que iba a representar en Alemania una obra de Shakespeare, titulada “Las Alegres Comadres de… Sajonia-Coburgo-Gotha”.

Pero quien verdaderamente se hizo famoso en la Costa Azul fue el hijo de la reina Victoria, el príncipe Eduardo.

El eterno sucesor del trono británico tenía fama de ser el más cumplido glotón de la realeza europea. Y, para compensar sus excesos, frecuentaba los balnearios, alternando las aguas de Baden Baden, Bad Homburg y Marienbad, con los baños de Biarritz y Cannes. En Bad Homburg adoptó el sombrero de la milicia local que fue, desde entonces, el símbolo de todos los “gentlemen” eduardianos. El futuro Eduardo VII nunca quiso veranear en Brighton, como lo habían hecho sus antepasados desde Jorge IV. Y prefería la Costa Azul, donde vivía una existencia despreocupada, rodeado por sus amigos y parientes: la reina Isabel II de España, Leopoldo II de Bélgica, el archiduque Carlos de Austria, la reina Natalia de Serbia, y la emperatriz Eugenia de Montijo. Pero Eduardo VII tenía algunas manías que no siempre eran del agrado de su madre: sus cigarros habanos, su fox-terrier de orejas negras, sus amiguitas, y sus supersticiones. Se hacía colgar en la cama un rosario de corcho, porque creía que este era un buen remedio contra el reuma. Y no permitía que le hiciesen la cama en viernes, para no tentar a la suerte. Las relaciones entre madre e hijo no siempre fueron ideales, sobre todo cuando Eduardo VII comenzó a pensar que la anciana reina no abdicaría jamás. Y se cuenta que, en cierta ocasión, le dijo a un sacerdote: “Ustedes, los curas, tienen la manía de hablar del Padre Eterno. Pero no saben lo que es tener una Madre Eterna…”

Gracias a Eduardo VII, que tenía la costumbre de bañarse en compañía de sus amigas, se hicieron más cómodas las bañeras de los hoteles. En vista de que el voluminoso príncipe se quejaba de la incomodidad de las bañeras, César Ritz decidió hacerlas más anchas y cómodas.

El genial Ritz tenía soluciones para todo. Y al igual que encargaba las bañeras grandes, mandaba construir los muebles más pequeños. Así decoró el bar de la Rue Cambon en su lujoso hotel de la Place Vendôme. Como el espacio era muy limitado, ordenó a los decoradores que redujesen el tamaño de los sillones y las mesas, consiguiendo así una agradable sensación escénica de amplitud.

Muchos personajes célebres eligen Niza como lugar ideal de descanso. Raquel Bernhardt, la célebre actriz trágica, pasa sus últimos día en Niza. El mundo no ha olvidado todavía su terrible leyenda amatoria. Y algunos cuentan que Raquel devoraba a los hombres y, al llevarlos a su cama, les exigía que –en el trance de amarla– fingiesen ser Salomón o Nabucodonosor; sólo así era capaz de dar rienda suelta a su agradecimiento…

La pobre Raquel, que había amado tanto, murió en Niza un día de lluvia; uno de esos días tristes en que –según la vieja tradición del pueblo judío– los ángeles del cielo lloran de pena.

Luis de Baviera, el protector de Lola Montes, pasa también sus últimos años en Niza. Y otros muchos veraneantes ilustres acuden a la Costa Azul: Napoleón III y Eugenia de Montijo, la triste y enlutada emperatriz Sissi, la emperatriz de Rusia, Alejandro Dumas, George Sand, Marie d’Agoult…

Eugenia de Montijo evitaba encontrarse con la pobre Sissi, que había sido tan desgraciada en su vida y había perdido de forma trágica a toda su familia. Sissi daba grandes paseos con su lector de griego. Era, en cierta forma, una especialista consumada en los textos homéricos, que le habían inspirado toda la decoración clásica de su palacio de Corfú.

Sissi compartía pocas aficiones con Eugenia de Montijo. Cuando la alemana hablaba de Aquiles, la española pensaba en Granada; cuando la una hablaba de los olivares de las islas griegas, la otra pensaba en el palacio de Beylerbey, donde los sultanes turcos la habían recibido con todos los honores. Eugenia de Montijo era golosa, sofisticada y mundana. Paseaba siempre con sus perifollos coquetos. Sissi, por el contrario, era vegetariana, severa y gimnasta. Y, en mitad de la excursión campestre, tenía la costumbre de cambiar su falda de calle por una falda más ligera de sport. Eugenia de Montijo, que era muy supersticiosa, estaba convencida de que aquella austríaca enlutada traía el “mal fario”. Pocos meses después de abandonar la Costa Azul, la pobre Sissi caería asesinada en Ginebra.

Uno de los personajes más pintorescos de la Costa fue Alphonse Karr, el escritor que abandonó la pluma para dedicarse a la jardinería. Sus amigos de los bulevares criticaban esta decisión; pero Karr les advertía: “Al menos no cometeré los errores de los escritores urbanos. ¿Habéis visto alguna vez el crisantemo azul de George Sand, o el clavel azul de Jules Janin, o ese rosal de Bengala sin espinas que cita Victor Hugo, o la azalea trepadora de Balzac?

El Casino de Montecarlo

En aquellos mismos años del siglo XIX nació el Casino de Montecarlo: una habitación sórdida y llena de humo, iluminada por lámparas malolientes que apestaban a aceite. Pero fue François Blanc quien, en 1863, convirtió a Montecarlo en el Casino más célebre de Europa.

Blanc, que había ya lanzado a la fama el balneario de Homburg –donde el pobre Dostoievsky se dejaba el dinero– consiguió que el ferrocarril llegase a Montecarlo. Construyó además un lujoso casino y, sobre todo, levantó el Hotel de París.

El primer menú que el Hotel de París ofreció a sus invitados proponía: “Salmón ahumado de Holanda, ostras heladas de Marennes, sopa de rabo de buey, crema de bogavante al pimentón dulce, trucha asalmonada a la Chambord, empanada de mollejas de ternera con patatas Dauphin, codorniz de viña a la Richelieu, sorbete al Rosé Clicquot, pularda imperial, paté de foie gras de Alsacia, espárragos de Argenteuil, crêpes flambeadas al Grand Marnier, cofre de golosinas y cestas de frutas.” Para acompañar el ágape se seleccionaron los mejores champagnes: Veuve Clicquot 1853, Mumm 1855 y Sillery 1856.

Algunos han dicho que Montecarlo es el Hotel de París, el Casino… y nada más. Por eso es importante, en cuanto uno llega a la roca, encaminarse al Hotel de París y tocarle las patas al caballo de Luis XIV que hay en el vestíbulo. Los jugadores dicen que da suerte en la ruleta. Y si uno tiene suerte en el Casino merece la pena pasar un par de días en este palacio, descorchando algunas de las 25.000 botellas que se guardan en su cava.

Si uno no tiene suerte, siempre puede consolarse en el Hotel Hermitage, ahogando la melancolía en el jardín de invierno, bajo la luz difusa de las cristaleras.

Pero el lugar que yo prefiero en Montecarlo es el Café de París. Tenía un maître genial que practicaba las “relaciones públicas” con el champagne y sabía cómo atender a sus clientes en los años felices de la primera postguerra: “Si son americanas les ofrezco Mumm; si son alemanas Taittinger, Bollinger o Krug; y si son españolas o sudamericanas recurro a mis reservas de Veuve Clicquot…”

Nadie ha podido descubrir, sin embargo, quién era aquel personaje que se acercó a la ruleta de Montecarlo y se bebió en pocos minutos una botella de Veuve Clicquot, afirmando que era el Zar de Rusia. Sus exigencias autoritarias llegaron a tal punto –mientras bebía copa tras copa– que los croupiers tuvieron que levantarse y presentarle armas con sus raquetas. Luego, todos en formación, tuvieron que acompañar al incógnito personaje hasta la puerta.

La Costa Azul fue el paraíso de las vacaciones hasta la guerra europea. Los personajes más extravagantes frecuentaban sus hoteles. Allí estaba la bella Carolina Otero, que llegó a Montecarlo con aire tímido, diciendo que “el champagne le hinchaba la barriga”. Se hospedó en el Carlton y ganó una fotuna en el casino, gracias a una serie inaudita de siete rojos seguidos. A los pocos meses vaciaba las botellas en compañía de Eduardo VII o de Leopoldo II de Bélgica. Carolina Otero despertó amores apasionados, como el del conde Henri du Châteu Rouge, un play boy elegante que escribió en la carta de vinos del Negresco, un bonito mensaje dirigido a la bailarina: “Puedes beber a mi salud 100 botellas de champagne. Las he pagado hace diez minutos. Y ahora, como me he quedado sin un duro y no puedo ofrecerte nada más, me voy…”

La Mistinguette tuvo también una casa en Cap d’Antibes, dotada de una fabulosa cava subterránea que estaba llena de champagne. Y en su honor se descorcharon muchas botellas, sobre todo cuando –llevándose una mano a los pechos– cantaba una ambigua y pícara tonadilla que hacía referencia a los teutones : “J’ai un teuton dans le bas du Rhin.”

Es también la época de los jugadores empedernidos, como el príncipe Radziwill, que perdió en una sola noche la fortuna amasada por su familia en 300 años. Abandonó, desesperado, la mesa de “trente et quarante”, acariciando el siniestro frasquito de veronal… Pero al pasar por la barra, cambió de idea, y se bebió una botella de champagne… El matrimonio Radziwill se hizo también famoso en Baden Baden –el más lujoso balneario alemán– que contaba, además, con la presencia de César Ritz, el mejor hotelero del fin de siglo. Para recibir a los Radziwill, el gran Ritz decoró el comedor de su restaurante como si fuese un bosque, tapizando el suelo con alfombras de césped, llenando las paredes de rosas, construyendo un estanque de carpas, y adornando las mesas con orquídeas.

Las escenas extravagantes tampoco faltaron nunca en la Costa Azul. Y la bella Rose Primrose acudía cada noche a la sala de fiestas Ciro’s y se hacía recibir con doce salvas de champagne.

Más melancólica fue la estancia en la Napoule del pobre Oscar Wilde, castigado por el maldito recuerdo de la cárcel de Reading. Nunca fue Wilde un buen viajero; pero en los últimos momentos de su vida, ya ni siquiera buscaba el sol…, huía de la humedad y de las sombras que se le habían pegado al cuerpo en los años de prisión. Y él, que había sido el poeta de los narcisos blancos y las volutas de humo, andaba lentamente por las estaciones, con el cuerpo convertido en la máscara pintada de su tristeza, en la maleta perdida de su alegría…

Quien no perdió nunca el buen humor fue Norah Decker, la millonaria americana, que invitó al príncipe Rainiero III a su yate y le dijo: “Me encantan los monos de vuestro parque zoológico, porque me recuerdan a cierto príncipe que yo conozco”. La impertinencia era un poco cruel, porque el príncipe Rainiero tiene las piernas más deformes de la aristocracia europea; hasta el punto de que, algunos de sus amigos, le atribuyen… el invento del “charlestón”.

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