ABBOTSFORD, EL CASTILLO DE WALTER SCOTT

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Al sureste de Escocia, junto a la frontera inglesa, se extiende una suave comarca a la que llaman, por su situación geográfica, The Borders. El verano se apaga dulcemente en estas tierras, con una lluvia vaporosa, sutil y menuda, que barre el paisaje con su pincel de acuarela. Las ovejas pacen en las colinas. Andan tímidas y fugitivas, como si llevaran en su doliente mirada el reflejo de las abadías y castillos que yacen dispersos, como vajillas rotas, por la pradera.

Hace ya muchos años que llegué, por primera vez, a esta comarca escocesa, llevando en el corazón muchas lecturas de infancia. Recordaba también algunas novelas que había leído en mi juventud, como Los misterios de Udolfo, con las fantasías oníricas y las descripciones románticas que caracterizan la literatura de Ann Radcliffe. Visité las ruinas de algunos de aquellos castillos que tanto agradaban a los románticos. Y, después de pasar unos días pescando salmones en el Tweed con mis amigos, me refugié en estas tierras, en un albergue situado a orillas del lago Saint Mary. Recuerdo bien estos paisajes que fueron descritos por Walter Scott, que se hizo construir aquí un castillo y que está enterrado en la misteriosa abadía de Dryburgh.

Cuando yo era pequeño, un amigo de mi padre, profesor de Historia, me contaba las aventuras de Ricardo Corazón de León. A veces me invitaba a su casa, porque se había casado con una muchacha joven que no tenía hijos y echaba de menos la compañía de un niño. Y, al acabar de comer, mientras él se refugiaba en su escritorio a preparar sus clases, ella se hacía calentar una taza humeante de melisa y menta, se sentaba a mi lado y me prestaba las obras de Walter Scott, encuadernadas en una piel mate, que tenía un tacto seco y tibio, como el de una mano. Tenían una casa oscura y misteriosa, llena de libros y manuscritos, de viejas armaduras y estatuas antiguas. Me llamaba la atención un escudo en el que los reyes de armas dibujaron, atravesado por una flecha, un pájaro muerto. Pero recuerdo, sobre todo, el dulce perfume de hierbabuena que invadía el salón, mientras me iba quedando dormido sobre el hombro de aquella muchacha, con el libro en las manos.

A orillas del Tweed se sentaba a leer el joven Walter Scott, a esa edad en que el futuro, el presente y el pasado corren en nuestros corazones como un río de aguas turbias. Muchas veces se encaramaba a las ramas de un árbol, mecido por la brisa de poniente, y en este castillo aéreo se imaginaba un porvenir sonante y caballeresco, como las vidas de los antiguos hidalgos que regresaban de Tierra Santa con armaduras de plata o hábitos encapuchados.

Creo que nadie ha igualado a Walter Scott, creando decorados dramáticos. Y, probablemente, habría sido también un gran dramaturgo o, mejor aún, genial director de cine; porque tenía un instinto excepcional para el movimiento escénico. Por eso La novia de Lammermoor alcanzó más éxito en la ópera de Donizetti, con un montaje teatral, que en la versión original de Scott. A veces sus personajes se pierden en el contexto de una complicada historia o de largas y prolijas descripciones.

Podría decirse que algunas novelas de Walter Scott se sostienen en una arquitectura heroica, épica y voluntariosa; pero, como ocurre con las iglesias góticas, yo las conocí ya en la ruina, cuando tenían el encanto de no estar de moda. Por eso disfruté tanto en mi infancia con aquellos personajes que se me aparecían en las brumas de los claustros caídos, en los jardines abandonados donde se siente el dulce olor de las flores de melisa, en el desván de mi casa, donde encontraba siempre cosas viejas (una mandolina sin cuerdas, una vieja espada y un turbante) para disfrazarme de caballero o de sultán.

Mientras leía Ivanhoe y El talismán, me imaginaba ser uno de los caballeros de la corte de Ricardo I. Y, gracias al viejo profesor de Historia y a su mujer, llegué a conocer tantos pormenores de la vida de Corazón de León, que me sabía de memoria algunas de sus trovas en llengua d’oc, como aquella que comienza «Ja nus òm pres» (Ya nos han hecho prisionero), a la que yo había puesto una música inventada.

Me subyugaba la idea de llegar a ser caballero y trovador, como el rey inglés. Y, siguiendo sus pasos, he recorrido toda la ruta de los cruzados, desde Vézélay hasta Tierra Santa. He visitado las reliquias de Ricardo I en Rouen, donde llevaron su corazón en una caja de oro y plata. Cruzando el Mediterráneo, pasando por Marsella, Corfú y Creta, navegué hasta Chipre, para conocer el castillo donde se casaron Corazón de León y Berengaria de Navarra. Y, en esta aleccionadora peregrinación por las ruinas, llegué también a Dürn-stein, en el más bello rincón del Danubio, escalando los muros de la fortaleza donde mi héroe estuvo prisionero. Dicen que, a la vuelta de la III Cruzada, andaba disfrazado de mendigo, para que no lo reconociesen sus enemigos. Pero Leopoldo de Austria, que era vengativo y le guardaba una deuda de honor, le capturó y le encerró en estas tierras.

El novelista, poeta e historiador escocés Walter Scott (1771-1832)

Hoy los lienzos de las murallas están rotos y podridos. Pero todavía se divisa, desde las almenas y las grietas, el mismo campo de viñas que Ricardo vio florecer en la primavera de 1193. Más de una vez he probado los primeros vinos del Wachau en estas orillas del río, recordando que fue aquí donde el rey escuchó los cantos de su fiel trovador Blondel, que se había detenido a beber un trago en las viñas. Tomando su laúd, el rey respondió desde la torre con una canción doliente y ya casi olvidada: Ja nus òm pres. Y así Blondel pudo reconocer la voz de su señor, reuniendo un rescate de treinta toneladas de plata, que pagó su madre, Leonor de Aquitania, para liberarlo.

Pero mis peregrinaciones siguiendo las huellas de Ricardo Corazón de León no se acabaron en Dürnstein, sino que me llevaron hasta un pequeño pueblo del Limousin, llamado Chalus. Allí se levanta la vieja torre de una fortaleza que fue estratégica, ya que controlaba los caminos de Aquitania, de Occitania y de España. Y allí fue donde el valeroso Ricardo murió a los cuarenta y dos años, después de recibir una herida de ballesta en la espalda.

La extraña comitiva

El 28 de mayo de 1812 los campesinos de Ashestiel vieron salir del pueblo a una extraña comitiva. Al frente iba su querido «sherrie» (sheriff) Walter Scott. Le seguían su mujer, sus cuatro hijos, las criadas, el fiel Tom Purdie, los animales de la granja y algunos perros. Pero lo que más divertía a estos buenos escoceses eran «los carros de las basuras», pues así llamaban a las carretas donde Sir Walter había amontonado su colección de corazas, lanzas y escudos medievales.

Después de casarse, Walter Scott había comprado una granja en la orilla derecha del río Tweed. La finca tenía cuarenta y cuatro hectáreas de bosque y prado, con una casa que se llamaba «Cartley-hole», aunque los campesinos del lugar la conocían por «Clarty (sucio)-hole».

La granja había pertenecido a los monjes de la abadía de Melrose y, como estaba edificada sobre un vado (ford), los Scott decidieron bautizarla con el nombre de Abbotsford. En aquel mismo lugar se habían librado las últimas batallas del Border. De tanta historia sólo quedaban ya unos prados de hierba húmeda, un estanque para los patos, y una casita con su granero. Pero Walter Scott no dudó a la hora de comprarla, pidiendo un préstamo a su hermano y empeñando los derechos de algunas de sus novelas.

Durante veinte años esta sería la morada de Walter Scott. Y, de la misma forma que el poeta campesino fue evolucionando hacia el novelista heroico, la granja se convirtió en un castillo digno de aquellos personajes inolvidables de la corte de Ricardo Corazón de León.

Mientras las novelas de Waverley, Ivan-hoe, Rob Roy, y tantos otros personajes salían de su imaginación, la casa se fue convirtiendo en el edificio más novelesco que jamás se haya construido. Como las narraciones de Walter Scott, Abbotsford es una colección de fragmentos de historia, una galería de antigüedades, el refugio más perfecto que haya podido imaginar un hombre solitario y fantástico.

Cuando llegué por primera vez a este castillo mágico yo era apenas un muchacho. Y encontré en él todos mis sueños de infancia, como si estuviese removiendo los baúles del desván de mi casa: la espada de Rob Roy; una piedra de estelión que tiene poder contra los encantamientos de las hadas; las abejas doradas del capote de Napoleón, que los ingleses encontraron en su carruaje, abandonado tras la huída de Waterloo; las llaves del castillo de Lochleven, perdidas por María Estuardo; y una urna de plata que envió Lord Byron de Grecia…

Yo llevaba también una ofrenda: la primera edición de Ivanhoe en lengua española, que me había regalado aquel viejo profesor de Historia, después de la muerte de su joven esposa. El antiguo ejemplar, crujiente como un pastel horneado por el tiempo, todavía olía a melisa y menta.

Los Scott de Harden

Walter Scott descendía de los Scott de Harden, un clan escocés que sigue vistiendo todavía con orgullo su tartan verde y rojo, con un escudo de armas donde aparecen dos lunas y una estrella con la divisa «Amo».

En el fondo de su corazón, Walter Scott fue siempre un buen campesino escocés: duro de gestos, vitalista, orgulloso como un palurdo, tierno como un gaitero. Su única afición era recorrer las aldeas buscando antiguas baladas escocesas, pescando el salmón o cazando liebres. Y siempre celebrará las Navidades en casa del jefe de su clan, manteniendo así la tradición de vasallaje.

Tenía el pelo color de trigo, la cabeza sólida, la piel arrebolada y sanguínea. Y, comiendo –sopa, carne asada, cerveza negra y whisky– tenía «los gustos sencillos de un granjero». Su único vicio era fumarse un par de cigarros «para ahuyentar el invierno frío y ahogar las fatigas del día». Se levantaba de madrugada, como el cazador furtivo, y salía con sus perros a espantar los fantasmas de la noche romántica.

Era, en muchos aspectos, un hombre de pasmosa vulgaridad. No se distinguió nunca por esos rasgos excéntricos que la psicología romántica busca en el genio. Aunque sufrió algunas crisis depresivas a lo largo de su vida, encontró siempre, en la naturaleza, un remedio para sus males.

Cuando no podía pasear por el campo se convertía en un burgués acobardado y ridículo; como lo había sido el viejo Walter, su padre, que «llevaba una lista completa de todos sus primos, para no olvidarse jamás de asistir a sus entierros». Y entonces surgían en su memoria los fantasmas depresivos de su infancia: oscuros recuerdos de un hogar triste y de aquellos domingos que transcurrían entre sermones, oraciones y lecturas religiosas.

Encerrado en su despacho de abogado, Walter Scott perdía toda su vitalidad. Y se dejaba llevar por los dolores, las palpitaciones, las angustias. La cojera que le dejó la poliomielitis en su infancia se apoderaba de todo su cuerpo. Y los amigos le veían andar solitario por las calles empinadas de Edimburgo, como una langosta arrastrada por el viento, en un desierto de bruma. Caminaba gruñendo, como si volviera de cometer un crimen a la luz de gas. Y en esas noches de la ciudad llovida, cuando las estrellas de sus ojos se apagaban detrás de los cristales de sus gafas, hablaba latín y sentía que «las patas de los perros se posaban en sus rodillas».

Al casarse, Walter Scott se estableció en el corazón del viejo Edimburgo, en el número 39 de Castle Street. Su mujer, Marguerite Charlotte Charpentier era hija de un realista francés caído en la Revolución.

Pero ella se sentía tan británica que llegó a cambiar su apellido por el de Carpenter, aunque descubría su origen francés pronunciando la «th» con una fuerza explosiva, propia de un artillero napoleónico.

Walter y Charlotte se habían conocido en el verano de 1797 en Gilsland, un balneario de moda. El la encontró simplemente «simpática». Pero el 24 de diciembre se casaron en Carlisle.

Charlotte no había sido el primer amor de Scott. Y en algunas de sus novelas encontramos la sombra de un capricho de juventud: Williamina Belches. En Rob Roy, en Rokeby, en La novia de Lam-mermoor, en La balada del último trovador y en el mejor de sus retratos femeninos, la Catherine de El abad, aparece el rastro de esta aventura.

Walter y Charlotte tuvieron dos hijos y dos hijas. Pero sólo las muchachas sobrevivieron a su padre, porque los varones murieron jóvenes, contribuyendo así a la leyenda romántica de los Scott: el mayor, Walter, fue oficial de húsares en Bangalore y murió en la mar, cerca del Cabo de Buena Esperanza; el pequeño, Charles, fue diplomático y creo que acabó sus días en Teherán.

Los felices días de Abbotsford

Los Scott vivieron en Edimburgo hasta 1826, cuando tuvieron que vender su vieja casa, porque la economía familiar estaba en la bancarrota.

Era una oportunidad única para volver a las tierras sagradas de Borders. Desde su infancia, él había frecuentado estas praderas. Y ahora podía regresar, aprovechando su nombramiento como «sheriff» del Condado de Selkirk.

El castillo de Abbotsford se convirtió, desde entonces, en su obsesión y en su felicidad. A veces, se quejaba de las cien libras anuales que gastaba franqueando su correspondencia; pero, en medio de todos los problemas económicos, continuó siempre comprando tierras, almacenando antigüedades, criando perros, construyendo torres, muros y pabellones. Quizás por eso los editores se aprovechaban vorazmente de esta fiebre arquitectónica y le obligaban a adaptar sus novelas a los gustos más comerciales.

Las obras y las reformas provocaban, a menudo, un gran desorden en su casa. Los albañiles formaban parte de la familia. Y el día de la victoria de Wellington en Salamanca organizaron una fiesta escocesa alrededor de una hoguera. Pero él tam-poco era un hombre ordenado y no podía soportar a las personas «que viven esclavos de la hora y vasallos de una campana». Era desordenado hasta el punto que le parecía completamente lógico el hecho de que Ahitophel «se ahorcara inmediatamente después de poner su casa en orden».

A veces, harto de arena y piedra, huía al campo con una torta de avena y un trozo de queso, acompañado por su perro Camp. Era un bello terrier, cruzado con bulldog, que tenía gran habilidad para saltar por los riscos. Pero no perdía de vista a su amo, que le seguía siempre cojeando, mientras el animal volvía una y otra vez atrás, para demostrarle con lametones y saltos cómo debía superar los pasos difíciles. Por eso Walter Scott lamentará toda su vida el instante maldito en que, haciendo una de estas demostraciones, la noble bestia se dislocó el espinazo, quedando convertido en melancólico perrillo de las alfombras.

Algunas noches Scott bajaba al río, para pescar el salmón a la luz de las antorchas. Y, cuando estaba nervioso, montaba en el pescante de su faetón y conducía a latigazos, temerariamente, como el fantasma de la niebla. A veces sentía también cierto rencor del gigantesco castillo que se iba comiendo los beneficios de su genio y de su trabajo: «Abbotsford –escribiría en un momento de cansancio– ha sido mi Dalila». Pero un minuto más tarde, hacha en mano, ya estaba inspeccionando la limpieza del bosque y plantando nuevos árboles. Al regreso, ya calmado, se hacía acompañar por Tom Purdie que llevaba al brazo su manta y hablaba como Sancho Panza, llamando «nuestros libros» a las novelas de su amo.

Los campesinos sencillos, como Tom Purdie, serán siempre sus más fieles amigos. Uno de éllos, Will Straiton, conocía los mejores proverbios y canciones de Escocia. Era tan leal y tan fiel que no pudo soportar la ruina de su señor. Y cuando Walter Scott sufrió el peor revés económico de su vida, se metió en cama para no levantarse más.

Pero Abbotsford seguía creciendo. En 1822 ya no quedaba casi nada de la construcción primitiva. Y, un año más tarde, ya estaba instalada la magnífica biblioteca, con los espléndidos artesonados de su techo, copiados de la Rosslyn Chapel. Los veinte mil volúmenes, dispuestos en ordenadas estanterías de madera, estaban marcados en caracteres dorados con la inscripción «Clausus tutus ero» (anagrama de Gualterus Scotus). Hay también un busto de Shakespeare, el cartapacio que llevaba Napoleón en Waterloo, un arpa, retratos familiares, unos cabellos del príncipe Charlie, la bolsa de Rob Roy y la misteriosa piedra contra el maleficio de las hadas, que el propio Walter llevó de pequeño, montada en plata. El escritorio donde trabajaba estaba fabricado con trozos de madera de los barcos de la Armada Invencible.

Para celebrar la inauguración de la biblioteca, en 1823, organizó un baile que duró «hasta que se apagaron las luces de la luna, las estrellas y el gas». La instalación de gas, la primera que se creó en Escocia, fue realizada por el propio Scott. Sus descendientes mantuvieron esta iluminación hasta 1962. Pero el más ingenioso invento de Sir Walter fue, probablemente, el sistema de timbres que funcionaban «por la sola acción del aire, según el verdadero principio de la cerbatana, sin la vulgar intervención del alambre».

En la armería guardaba Scott su trabuco de resortes, una fabulosa colección de pistolas, la espada y el puñal de Rob Roy, la carabina de Speck Bacher –el caudillo tirolés que luchó en 1809 contra bávaros y franceses– y las llaves del castillo de Loch Leven que se hallaron en el lago después de la muerte de María Estuardo.

Cuando se cierne la noche

Abbotsford es algo más que el sueño de un coleccionista de antigüedades: es la propia imaginación de Walter Scott, convertida en espacio amueblado.

Cuando en la noche ladra un perro, llora un niño y cruje una viga, los muebles de Abbotsford se comunican con un ruido quejumbroso de maderas en pena. Las viejas estatuas de la Abadía de Melrose contemplan entonces, con ojos asustados, el reflejo de la luna sobre los escudos, las armaduras y los sables.

El propio Scott vivió en 1818 una de estas noches embrujadas. Brillaba la luna de abril sobre las aguas del Tweed y en Londres acababa de fallecer George Bullock, uno de los amigos que habían contribuído más decisivamente a la decoración del castillo. A la hora puntual de la muerte, cuando le cerraban los ojos al cadáver, crujieron los muebles y se abrieron las puertas. Sir Walter, alarmado, se levantó blandiendo una espada a las dos de la madrugada. En la casa no había nadie. Pero las maderas crujían inquietas.

A pesar de estos sobresaltos, la vida de Walter Scott en Abbotsford transcurría con un ritmo tranquilo, apenas interrumpido por pequeños temblores, como el sueño de sus lebreles en la escalera de piedra. Scott trabajaba siempre con la ventana abierta para que sus perros pudieran entrar y salir de la habitación con toda libertad. A Maida, un precioso mixto de galgo y mastín con melena de león, lo inmortalizará dos veces en su obra litera-ria: el Roswal de El talismán y el Bewis de Woodstock. Y cuando Sir Walter sufrió una grave crisis nefrítica, Maida aullaba junto a su amo, acompañando sus dolores con sus quejidos.

Pero al día sucede, como escribió Spencer, «la noche que se cierne sobre los cielos sin senderos». El 11 de mayo de 1826, Walter tenía que despachar unos asuntos en Edimburgo. Y, en el momento de ir a despedirse de su mujer, la encontró muy enferma; incapaz incluso de reaccionar cuando la besó para decirle adiós.

Cuatro días más tarde Charlotte abandonaría para siempre aquel castillo que, para ella, fue demasiado grande; más grande que una casa. Sucumbió al asma, a la hidropesía y al tiempo suave de la primavera que, a veces, llega con promesas vanas. La enterraron en la Abadía de Dryburgh, en un hermoso día, entre «ruinas grises cubiertas y ocultas por nubes de follajes y de flores».

No he visto en Escocia un lugar más romántico que las ruinas de esta abadía, donde los monjes convirtieron el silencio en oración de quietud. Se cayeron ya las vidrieras, para despojar a la luz de colores superfluos. Se doblegaron los muros, se rompieron los claustros, se abrieron las puertas; pero, algún cazador místico, le quitó la vida al pájaro cuando iba a escapar al cielo. Y quedó, envuelto en un olor de menta y melisa, sólo el silencio…

Los perros de la melancolía

El viudo quedó solitario en su despacho de Abbotsford, trabajando con la ventana abierta para que pudiesen entrar y salir los perros de la melancolía. A veces repasaba las viejas cartas: «las cartas terribles de los que han muerto, dirigidas a los que todavía siguen sus andanzas en este valle de lágrimas».

Pero, a medida que se acercaba el invierno, reconciliado ya con el viento frío, se iba convirtiendo en monje místico: «Deberíamos dar gracias a Dios por la nieve, igual que por las flores del verano».

Cuatro años después de la muerte de su mujer, Walter sufrió un leve ataque de apoplejía. Las crisis se repitieron en los meses siguientes, hasta el punto de que todos temían que se quedara paralítico o idiotizado.

En 1831 sus hijos lo llevaron a Italia para distraerle de sus amargos pensamientos. Pero desde Venecia regresó angustiado, convencido de que la muerte le esperaba ya con su guadaña en las brumas del otoño escocés. La noticia del fallecimiento de Goethe le afectó tan profundamente que, desde aquel momento, sólo quiso encerrarse entre sus recuerdos.

En julio de 1832 llegó nuevamente a Abbotsford, sentado en una silla de ruedas y envuelto en una bata acolchada. Todavía sonreía cuando le llevaban a pasear entre los macizos de rosas o cuando sus perros le lamían las manos. Se iba pareciendo, cada vez más, a los montañeses de su querida Escocia: hablaba ya de los muertos en presente, como si estuvieran vivos.

Convertido en roble viejo lloraba contemplando las riberas del Tweed, al evocar la memoria de aquel muchacho que se dejaba mecer en las ramas agitadas por el viento.

El 21 de septiembre de 1832, a la una, se entregó finalmente a la muerte, rode-ado de sus hijos. Antes de cerrarse, sus ojos cansados se movieron lentamente, como si recorrieran cada uno de los rincones del comedor, donde habían instalado su cama: las finas porcelanas pintadas a mano, la mesa de encina del castillo de Drumlauvig, la urna de plata que le regaló Byron…

La Abadía de Dryburg le esperaba en silencio, con su olor de menta y melisa. La comitiva atravesó los campos verdes del Border, donde pacen las ovejas bajo una lluvia menuda y sutil. Luego depositaron el féretro en las ruinas, en el mismo lugar donde él había escrito: «Hasta los árboles y las flores parecían decirme: somos tuyos de nuevo». Es la canción de todos los pájaros muertos.

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