Todo negro

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“LAS LLUVIAS DE ESTE OTOÑO NO LLENARÁN SUS CASAS DE PERFUMES. LOS ÁRBOLES SON MERAS PRESENCIAS FANTASMALES, ESQUELETOS DOLIENTES, TESTIGOS MUDOS (¿MUDOS?) DE UNA TRAGEDIA QUE NUNCA PODRÁN OLVIDAR”

“Cuando llovía, abría la ventana y la habitación se llenaba de olor a pino. Ahora, mire, todo está negro”. Es una de las muchas frases que pudimos escuchar aquella fatídica semana de julio en la que varios pueblos de Guadalajara estuvieron a punto de ser arrasados por las llamas. Sus hermosos nombres han quedado en nuestra memoria (Selas, Luzón, Santa María del Espino, Mazarete, Ciruelos, Tobillos, Anquelas, Riba de Saelices, Cobeta) y también los nombres de las 11 víctimas mortales (Pedro, Alberto, Jesús, José, Mercedes, Manuel, Jorge, Marcos, Sergio, Luís, Julio), 11 patriotas que dieron la vida en defensa de la naturaleza, atrapados por un “huracán de fuego”, según la expresión de Jesús Abad, el único miembro de la cuadrilla que logró salvar su vida. Patriotas. Los pioneros del conservacionismo en España solían utilizar con frecuencia este término. Cuidar la naturaleza, decían, es un deber patriótico. ¿Quién puede negarlo?

No me apetece ensuciar nuestra columna con detalles sobre la vergonzosa bronca política que provocó este suceso. Ni siquiera siento la necesidad de maldecir a los culpables. Menos aún de señalar las escandalosas incongruencias de nuestro pomposo Estado de las autonomías. Por encima de todo ello, me quedo con la gente, con ese derroche de sensibilidad expresada en tantos testimonios escuchados a hombres y mujeres que, entre sollozos, lamentaban la pérdida de vidas y de haciendas, pero también del paisaje que había llenado sus miradas. Desgraciadamente, muchos no volverán a verlo recuperado.

Año tras año, en España contamos los incendios por miles y rara es ya la temporada en la que no se producen víctimas mortales. Por miles contamos también a las personas que se han quedado sin paisaje y están rodeadas por la tétrica negrura de la tierra calcinada. No, las lluvias de este otoño no llenarán sus casas de perfumes. Los árboles son meras presencias fantasmales, esqueletos dolientes, testigos mudos (¿mudos?) de una tragedia que nunca podrán olvidar. “Todos esperábamos algo parecido, aunque nadie imaginara una tragedia de tales dimensiones, pero cada año pensábamos que nos habíamos salvado”, decía uno de los vecinos.

Los especialistas en educación ambiental han ido creando en las últimas décadas una jerga soporífera de dudosa eficacia en cuanto a las intenciones pedagógicas (conciencia ambiental) que se proponen, pero, como en tantas otras ocasiones, la vida, la gente de la calle, las personas que sufren estos y otros trances, nos dan lecciones que traspasan los muros de las aulas y los esquemas librescos. Sería una lástima que estos testimonios cargados de los sentimientos más nobles pasaran desapercibidos.

Hablamos del incendio de un paraje agreste y hermoso como pocos en el que era visible la mano del hombre. De pinares que en otros tiempos habían suministrado sueldos y servicios a los pueblos del entorno. Del Parque Natural del Alto Tajo, también en parte afectado por las llamas, que en poco tiempo se ha convertido en uno de los espacios naturales más valorados y visitados. No conviene engañarse, sin embargo. Las fronteras de protección, como todas las fronteras, son caprichosas y suelen dejar fuera del perímetro acotado territorios de idéntico valor ecológico y, en cualquier caso, desde el punto de vista de sus moradores, de igual o superior valor sentimental. Perder el paisaje es perder la memoria. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Dejamos que la naturaleza imponga sus ritmos restauradores o intervenimos a medio plazo con repoblaciones? ¿Repoblaciones de pinos o de otras especies que también podrían adaptarse a ese territorio? Hay opiniones para todos los gustos, pero no es improbable que acaben imponiéndose las menos sensatas.

Entre las muchas voces que se escucharon durante esta fatídica semana de julio, merece la pena destacar la del profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha José Manuel Moreno. A propósito de las críticas sobre la falta de medios de extinción, recordaba el largo y pavoroso incendio acaecido en la década de 1980 en el Parque Nacional de Yellowstone, declarado como tal en 1872. El entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, reunió a los mejores expertos para que plantearan la estrategia más adecuada. Se pusieron manos a la obra, pero el incendio no quedó sofocado hasta que llegaron las lluvias y las nieves del invierno. Y es que la mejor estrategia contra el fuego es la persecución de los pirómanos. Una persecución inmisericorde, como si fueran defraudadores de Hacienda. La palurda costumbre de la barbacoa en el bosque debe prohibirse tajantemente. Cuando así lo pidió el ex ministro Atienza le llamaron “el ministro paella”. Pues nada, sigamos con la broma.

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