Profetas

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“LOS PROBLEMAS AMBIENTALES NOS ABOCAN A UN FUTURO CUANDO MENOS DIFÍCIL, PERO TENEMOS EN NUESTRAS MANOS UNA HERRAMIENTA EFICAZ PARA MODIFICAR ESE DESTINO, LA CIENCIA. UTILICÉMOSLA”

Adivinar el futuro ha sido un objetivo que ha acompañado a la humanidad desde sus más remotos orígenes, al menos de los conocidos. La incertidumbre y el miedo ante el porvenir parecen ser consustanciales con nuestra esencia. De hecho, somos probablemente la única especie capaz de concebir el concepto mismo de futuro. Sacerdotes, astrólogos, magos, profetas y adivinos han estado presentes a lo largo de toda la historia, desde las primeras culturas que nos dejaron referencia escrita de su devenir, las nacidas en Egipto y Mesopotamia hace 50 siglos, hasta nuestros días. Y también en las civilizaciones de todo el mundo que se han ido conociendo durante tan largo periplo. Es más, según Pablo Francescutti, sociólogo y periodista científico español (Historia del futuro, Alianza Editorial, 2003), toda sociedad, especialmente las constituidas en los últimos siglos, se construye de acuerdo con un proyecto de futuro, un horizonte sobre el que sus miembros depositan sus esperanzas y anhelos, y que sirve de entramado, que proporciona la cohesión necesaria para que esa sociedad no se diluya en mil propósitos contradictorios.

Auscultando el cielo, consultando señales arbitrarias, observando la bola de cristal o escuchando las voces de los dioses, los visionarios más talentosos (no tanto por su capacidad real de vislumbrar el mañana como por la de seducir y convencer a su audiencia) han conseguido con frecuencia manejar voluntades y torcer a su favor a gobernantes o a multitudes, envanecerse y enriquecerse. Pero de algunos de ellos nacieron también los fundamentos de la ciencia moderna. La astrología dio paso a la astronomía y la alquimia a la química.

La ciencia no sólo nació a partir de ese afán, sino que también heredó su determinación, su voluntad de penetrar en el futuro. Si algo avala una teoría científica de manera contundente es su capacidad de realizar predicciones, de formular propuestas experimentales que produzcan un resultado con frecuencia insospechado a primera vista. Esa capacidad dio fama y grandeza al científico más glosado del pasado siglo, Albert Einstein, quien predijo que la gravedad (la deformación del espacio-tiempo que provoca la presencia de una masa) era capaz de desviar la luz, lo que pudo comprobar Arthur Eddington durante un eclipse en 1919. Todavía hoy, los medios de comunicación publican con regularidad la puesta en marcha de algún experimento que pondrá a prueba, una vez más, su teoría de la relatividad.

Pero a veces es la imaginación, y no la contundencia matemática de las teorías científicas, la que consigue anticipar el porvenir. El ejemplo siempre citado, el de Julio Verne, sigue siendo el más elocuente. Mucho se ha escrito de su clarividencia, especialmente en este año, en que se cumple un siglo de su muerte. Los buenos visionarios consiguen mezclar adecuadamente la predicción lógica con la imaginación, y nos permiten, al menos, gozar o sufrir anticipadamente con escenarios, inventos y situaciones que aún no son posibles. Lo difícil es discriminar entre los que alcanzarán estatus de realidad, y los que quedarán para siempre como meros productos de la fantasía, del pesimismo apocalíptico o del optimismo ingenuo.

El futuro es un territorio difícil de explorar, y sabido es que cuando un científico dice que se descubrirá algo, es muy probable que acierte, mientras que cuando dice que nunca se conseguirá algo, es muy probable que se equivoque, y la historia está repleta de ejemplos que avalan ambos asertos.

Con frecuencia creciente, los científicos realizan aproximaciones al futuro que son aprovechadas por los profetas de la catástrofe, aunque no siempre de manera adecuada. Entre esos profetas dominan hoy algunos ecologistas, que culpan de forma ignorante a la ciencia de los nubarrones que acechan nuestro porvenir inmediato. Sin científicos capaces de correr la cortina que separa el presente del futuro, no hablaríamos del problema de la capa de ozono, predicho por Mario Molina y Sherwood Rowland, a principios de la década de 1970, ni del cambio climático, cuyos fundamentos fueron anticipados por Svante Arrhenius, a principios del siglo XX, ni de tantos otros fenómenos preocupantes que amenazan con alterar profundamente la vida en la Tierra tal como la conocemos, e incluso la supervivencia de nuestra especie. Es más, sin el concurso de la ciencia, se me antoja difícil imaginar soluciones reales a los problemas a los que se enfrenta hoy la humanidad.

Dijo Bertrand de Juvenal que podemos conocer el pasado pero no cambiarlo, mientras que no podemos conocer el futuro pero sí cambiarlo. No cabe duda de que los problemas ambientales nos abocan a un futuro cuando menos difícil, pero tenemos en nuestras manos una herramienta eficaz para modificar ese destino, la ciencia. Utilicémosla.

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