Lo extraño

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Cuando escuchamos una lengua que nos es del todo extraña, ajena, intentamos percibir la música de esa lengua. Hasta pasado cierto tiempo, no podemos desmenuzar palabras en medio de un discurso del todo incomprensible. Pero hay lenguas totalmente desconcertantes para oídos occidentales; me refiero, por supuesto, a lenguas orientales como el japonés. Existe un curioso libro de Roland Barthes que poco tiene que ver con sus ensayos en el campo de la semiótica. Se trata de El Imperio de los signos (Seix Barral, 2007), en el que Barthes nos describe este acercamiento: «La masa susurrante de una lengua desconocida constituye una protección deliciosa, envuelve al extranjero (por poco que el país no le sea hostil) con una película sonora que detiene en sus oídos todas la alienaciones de la lengua materna» (op. cit, p. 16).

Barthes, conocido como el padre de la semiótica (del griego ςημειωτικη´;el estudio de la teoría general de los signos), aparca en este libro la inseparable relación entre significante y significado y estudia los signos de la cultura japonesa sin buscar transcender en su significado: «El sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo, no comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esta diferencia sea jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje: comunicación o vulgaridad; conocer, refractadas positivamente en una lengua nueva, las imposibilidades de la nuestra; aprender la sistemática de lo inconcebible; deshacer nuestro real bajo el efecto de otras escenas, de otras sintaxis» «(op. cit., p. 11). Sin duda, Barthes -que confiesa: «veo el lenguaje»- no es un turista convencional que pasea entre las gentes y se imbuye de sus costumbres, sino un turista que «lee» el país como él mismo dice.

«LOS OCCIDENTALES DEBEMOS DEJARNOS ENVOLVER POR AQUELLO QUE NOS ES EXTRAÑO, DIFERENTE, DE LA CULTURA ORIENTAL SIN RECURRIR A LA IMITACIÓN»

La distancia mental entre Occidente y Oriente transciende la semántica. En Occidente prima el sentido, el signo está lleno de significado, mientras que en Oriente el signo está vacío pues sólo remite a su significante, sin las connotaciones occidentales bajo el filtro de la racionalización, la religión o la moral. El discurso japonés se contiene a sí mismo y está exento de sentido; es, aunque nos parezca increíble, independiente de él, paradójicamente la nada es su sentido final; más aún, el vacío, la forma por la forma.

Al hilo de la lectura del ensayo de Barthes, he recordado El elogio de la sombra (Siruela, traducción de Julia Escobar, 1994), de Junichiro Tanizaki, que fue un éxito entre recomendaciones de lectores. Su lectura es una iniciación a la sensibilidad oriental, a otra forma de leer el mundo. Sus digresiones también ensayan sobre las interferencias entre Oriente y Occidente: «Occidente ha seguido su vía natural para llegar a su situación actual; pero nosotros, colocados ante una civilización más avanzada, no hemos tenido más remedio que introducirla en nuestras vidas y, de rechazo, nos hemos vis-to obligados a bifurcarnos en una dirección diferente a la que seguíamos desde hace milenios: creo que muchas molestias y muchas contrariedades proceden de esto» (op. cit., p. 25). Quizá sí que ambas civilizaciones han ido evolucionando mientras se observaban y a veces se intercambiaban préstamos la una a la otra en una suerte de amalgama que, como dice Tanizaki, ha cambiado la deriva del pensamiento oriental porque «nuestro pensamiento y nuestra propia literatura no habrían imitado servilmente a Occidente y ¿quién sabe? probablemente nos habríamos encaminado hacia un mundo nuevo completamente original.» (op. cit., p. 24).

Barthes es sensible en «percibir la diferencia», en el ser extraño, del latín extrane?us, que según el Diccionario de uso del español de María Moliner «se aplica a la persona que no pertenece al grupo, a la familia, nación, círculo, etc., que se considera». A pesar de que puede parecer que de aspecto somos «extraños», la mayoría estamos integrados en un grupo, una familia, en la sociedad. Ante este escenario Tanizaki cree que el arte y la literatura pueden «compensar los desperfectos» si resucita el «universo de sombras» que los disipan: «Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado literatura, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo. No pretendo que haya que hacer lo mismo en todas las casas. Pero no estaría mal, creo yo, que quedase aunque sólo fuese una de ese tipo.» (op. cit., p. 95). La fórmula consiste en volver a lo minucioso, captar la enigmática sombra en un juego de claroscuros yuxtapuestos, ver cómo oscurece la superficie de un objeto de metal con la pátina del tiempo, no pulir los objetos para darle un brillo antinatural, destacar la penumbra de los espacios y no sus luces, etc. Los occidentales debemos dejarnos envolver por aquello que nos es extraño, diferente, de la cultura oriental sin recurrir a la imitación.

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