LA PATRIA EUROPEA

0 469
Cuando los jóvenes griegos peregrinaban al santuario de Agraula prometían fidelidad a “la tierra que produce pan, aceite y vino”. No creo que exista un concepto más bello de patria. La patria es lo que se come y se bebe, la tierra que nos alimenta… considerando que no sólo de pan vive el hombre.

En mi juventud recorrí –a pie y en bicicleta– muchos rincones de Europa. Porque, lo que nos distingue a los europeos es que vivimos en un continente que tiene dimensiones humanas. Dos mil kilómetros en Europa es todo. En América o en Asia se necesita un avión supersónico.

A pie conoce uno hasta las mariposas. Me gustaban especialmente las Iolana Iolas que vuelan sobre los espantalobos, junto a las viñas. Tienen un color azul como la inmensidad del cielo, como los ojos de la diosa Atenea.

Descubrí pronto que no había grandes prodigios geológicos en Europa. Casi me daba vergüenza enseñarle a mis amigos americanos las cataratas de Rin en Schaffhausen, porque me hablaban del Niágara o del Iguazú. Cuando aprendía canto en Sorrento me sentía orgulloso del Vesubio y, cuando los mexicanos me hablaban de su grandioso volcán, intentaba explicarles que Plinio el Viejo había muerto bajo las cenizas, sólo por el afán de investigar la erupción. Ser europeo es sentir la curiosidad de saber por qué.

Andando conoce uno los cafés, los mercados y las ferias, que son el espíritu de la cultura europea. Desde el Procope de París hasta el Giubbe Rosse de Florencia, desde el Odéon de Zúrich –donde escribía Joyce– hasta el Florian de Venecia, desde el Brenner´s de Estocolmo hasta el Central o el Hawelka de Viena, he escrito mi obra en todos los cafés europeos. Y creo que he sido más fiel a mis maestros que si hubiese trabajado sólo en el seminario de las universidades.

Europa se recorre de café en café, de vendimia en vendimia, de feria en feria. Y en la tercera semana de noviembre, cuando las viñas se convierten en manos esqueléticas –a veces enjoyadas con dos amatistas oscuras mojadas por el rocío– se celebran en Beaune las tres jornadas gloriosas de la Borgoña. Los vinos nuevos, todavía indecisos e ingenuos, fluyen por las espitas. En las calles el aire avienta aromas golosos de remolacha cocida, de rosas jóvenes, de vainilla y roble; perfumes que recuerdan a las zarzamoras de los ruinosos castillos y prioratos medievales.

Los blancos primerizos tienen todavía azúcar, pero algunos Chablis lucen ya el hábito limpio y un paladar ligeramente ácido que promete una cierta longevidad.

El Meursault trae ricos sabores de miel. Y los tintos, bien teñidos, se vestirán pronto con esos rojos sedosos que manchan alegremente las pinturas de Poussin.

La vendimia sigue siendo para nosotros, los viejos europeos, una fecha religiosa y sagrada. Toda nuestra cultura se ha basado durante siglos en un misterio de fe: la creencia de que la vida proviene de una transustanciación del vino en espíritu, de la materia en alma.

Europa necesitó una larga vendimia medieval para alcanzar la plenitud de un renacimiento humanista y sensual. Los monjes del Císter fueron los primeros en descubrir que el cultivo de la viña era un acto de disciplina litúrgica y que en las cavas oscuras se cumplían misteriosos sacrificios capaces de transformar el vino en sustancia viva. Así se fue forjando el alma de la cultura europea, guardada por aquellos santos medievales que laboraban los campos y los pergaminos con su falce o con su pluma.

Mientras paseo por las calles de Beaune, pienso que la cultura europea nació como un proyecto de vida universal, animado por suculentos ideales. Europa no fue nunca una federación de Estados ni de naciones; ni siquiera en los tormentosos instantes en que nuestra existencia estaba amenazada por el asalto de pueblos corsarios. Nuestra identidad común se basaba en media docena de grandes ideales compartidos que, en su origen, tenían un fundamento religioso y que, a la larga, fueron adulterados por intereses políticos. Por eso cuando Carlos V convierte a la iglesia romana en un château de los Habsburgo, aparece al otro lado el fraile Martín Lutero con una rebelión que defiende la libre interpretación de la Ley, en una relación privada del vasallo y su Señor, que era previsible en esta Europa que tuvo tanta historia feudal.

Los alemanes, que habían creado con Carlomagno el primer proyecto espiritual europeo, abandonaron en ese momento los ideales de aquel imperio germánico sustentado en la fuerza espiritual de Roma. Y, al cabo de los siglos, cuando se sintieron tentados de reconstruir su antiguo imperio medieval cayeron en la aberración nacional-socialista: es decir, en un proyecto histórico falseado por la creencia de que la universalidad romana podía imponerse al margen de los ideales cristianos.

Desde el siglo XIX los europeos nos vimos arrojados a peligrosos espejismos políticos. Y, en vez de preparar las bases de una vida en común, nos entregamos a las disputas nacionalistas y a las interpretaciones filológicas de la historia. Hasta que, poco a poco, la Revolución Industrial acabó de desarraigarnos de nuestros viejos asentamientos agrícolas para convertirnos en piezas desencajadas del comercio internacional.

¿Qué podía ofrecer Europa al mundo cuando sus propias ferias se habían convertido en mercados pueblerinos y ruinosos; cuando sus artesanos se habían convertido en mano de obra industrial; cuando sus poetas habían perdido el milagroso poder de transustanciar el vino en alimento espiritual?

Un año más he venido a Beaune para ver cómo las vendimias de Europa se almacenan silenciosamente en las cavas frescas. El aire huele a rosas y a moras negras. Las cepas desnudas se alinean, como tropas vencidas, frente a los castillos de Borgoña, mientras la neblina se cierne sobre los tejados de colores.

A lo largo del año que empieza, hasta que los brotes primaverales se abran en las yemas algodonosas, los europeos hablaremos de los costosos negocios de nuestra burocracia, de las pretensiones de Francia, de las rencillas de España, de las incertidumbres de Alemania, de las desconfianzas de Gran Bretaña, de los intereses de Holanda, de las ambiciones de Hungría, de las divisiones de Italia, de las reivindicaciones de Grecia, de las penas de Portugal…

Y allí, ocultos en el castillo interior, madurarán nuestros vinos, convirtiéndose en misterioso aroma de un reino mágico e ideal. La cultura americana es una cultura de la juventud y del éxito. Pero los viejos europeos somos distintos: creemos que las cosas mejoran cuando envejecen y sabemos que todo tiene su fin, incluso –¡ay!– los grandes amores.

Núremberg, ciudad europea

He llegado a Núrenberg, en las orillas del Pegnitz: la célebre Núrenberg de las astillosas buhardas y los soldados de plomo, ciudad de los relojes y las fuentes, burgo antiguo que vive, como un fraile, atareado siempre en trabajos de miniatura.

Tiene esta villa sin duda una habilidad monástica para la artesanía, para las artes caseras. Convierte a un ejército de soldados en un desfile de simpáticos duendecillos de plomo. Transforma las severas virtudes en mozas alegres y las reúne a todas en una fuente vertiendo un chorro de agua por la punta de sus tetinas. A las amargas horas del reloj les pone una sonería infantil. Y en el centro de la Plaza del Mercado, para disfrute de los burgueses, levanta la aguja de una fuente dorada llena de muñecos; sólo para que el zapatero remendón, tan detallista, se detenga un instante a contarle los pelos de la barba al profeta Isaías; para que el herrero que no entiende mucho de eso que se llama la perspectiva del conjunto se asombre al ver las volutas de la verja.

Alguien podría asombrarse de que los burgueses de Núrenberg hayan levantado en mitad de la calle una fuente que tiene tanto trabajo de artista como esas custodias de Arfe que se conservan en el tesoro de las catedrales españolas. Pero las ciudades de la Europa nórdica eran así; sacaban a la plaza del mercado los tesoros que otros países, sometidos a la dominación del clero o de la aristocracia, conservaban sólo en las catedrales y los palacios.

El secreto de Núrenberg ha de buscarse en el interior de sus casas. Se diría que el burgo entero fue levantado como una buharda, como un enorme desván, para almacenar avaramente los diminutos encantos de la vida y de sus oficios. Un poco a la inversa de lo que ocurre en las ciudades modernas donde la arquitectura se ha divorciado de la vida; donde las casas se levantan en función del tráfico o de los intereses de una inmobiliaria, ajenas al pequeño ajetreo de la existencia doméstica.

Los burgos –antes de que el progreso técnico permitiera a los Estados ejercer el centralismo– fueron reductos del hombre libre contra la tiranía del clero y de los monarcas. Se levantaban en España contra Carlos V, en Flandes contra Felipe II, en Francia contra los Borbones. Crearon una cultura. Y ningún pintor renacentista se resistió a dibujar en el horizonte de sus cuadros la silueta de una ciudad. Las agujas góticas asoman detrás de una adoración de los Reyes, tras el manto de un san Pedro, en el fondo del Gólgota. Las habitaciones, con esa ventana por donde se devanan los rayos de luz, con esa cuna donde revolotea una mosca, o ese rincón de la cocina donde la vieja lee una carta, están en los cuadros de Teniers, de Vermeer, de Rembrandt. Barnices amarillos y barbas blancas, humo de los pucheros, y la rueca de la vida oculta girando bajo los techos de vigas. Cultura europea. Y hasta la enorme prensa donde Alberto Durero, ese joven de los bucles rubios, imprime sus grabados no tritura uva ni verdes aceitunas; no produce manufacturas de primera necesidad, sino estampas decorativas que van a adornar las paredes de una habitación burguesa. Son en cierta manera un lujo. Una cultura; porque cultura es todo aquello que el hombre no necesita para engordar.

El Escorial y las baratijas

Tuve en mi infancia la costumbre, ya casi olvidada, de leer en los caminos. Y me habitué a pensar que cada libro, como las citas de un amor romántico, conviene a un ambiente y a una hora del día distintos. A Goethe, por ejemplo, fui a buscarle a Weimar; pero un día descubrí que se le comprende mejor en El Escorial.

Anduve leyendo las Conversaciones con Eckermann a la sombra de ese monasterio donde se guardan las cantigas del rey Alfonso, los beatos mozárabes y algunos manuscritos de santa Teresa.

Tiene la parrilla del Escorial, como todos los jardines frailunos, un extraño misterio espiritual. Toledo es judío; Ávila castellana; Granada mora; León gótica; Salamanca casi romana. Pero El Escorial es una obra nacida sin identidad racial ni castiza; más que una obra se diría que es una perspectiva o un proyecto. Y quizá sólo en ese aspecto puede considerarse una obra dramáticamente española, propia de un pueblo que ha construido mucho en el aire.

El Escorial es una victoria de la cultura sobre el casticismo. Y todos los escritores castizos del mundo entero lo han elegido como blanco de sus desdenes, igual que podrían agitar su tranca y su boina contra el Panteón de Roma, contra San Pedro del Vaticano o contra la cabeza del Dante. A los románticos franceses, que venían a España en busca de impresiones castizas, les molestaba mucho la desnudez renacentista de El Escorial, lo mismo que algunos turistas modernos que bailan en las discotecas de Atenas deben considerar pretenciosa la mole del Partenón. Y lo malo es que los españoles, como los griegos actuales, llegaron al engañoso convencimiento de que las cosas que se vendían mejor al turismo eran, en consecuencia, las más universales. Las alpargatas, las baratijas turísticas y los botijos sustituyeron, en el ánimo de los españoles, a El Escorial. Y, por una extraña paradoja, el país se fue convirtiendo en leyenda negra; pero en una leyenda negra que ya no tenía ni siquiera la tenebrosa grandeza monacal de la piedra berroqueña.

Hace ya mucho tiempo que no leo Goethe en los jardines de El Escorial. Pero el rumor de los pinares y los abetos me trae todavía a la memoria el recuerdo de aquellos parques. Y por eso pienso que los pueblos tienen horas universales y otras horas en que se venden gorras en la puerta de El Escorial.

Al viejo monasterio se le enrojecen los muros de vergüenza cuando en las jornadas de la canícula ardiente ve a los turistas comprando baratijas frente a la puerta principal. Y en las noches de luna se queda pálido, como un español antiguo, acostumbrado a las alas del chambergo, cuando ve que un hijo suyo se pone unos pantalones cortos y se encasqueta una gorra de béisbol.

La cultura es la patria

Como tuve siempre vocación de explorador de ríos, siento una misteriosa atracción por las fronteras –lindes de la aventura– y también una instintiva repulsa por los muros.

Tuve que cruzar muchas veces las abyectas murallas que dividían la vieja Alemania; a menudo siguiendo las huellas de Goethe, de Heidelberg a Weimar, de Coblenza a Jena, de Fráncfort a Leipzig… Y, en cierta ocasión, tuve incluso pequeños problemas con una bruja burócrata que quiso confiscarme en la frontera del Este una ingenua biografía de Goethe, confundiéndola con un manifiesto político. Finalmente pude escapar de aquella ratonera diciéndome: “A este país no volveré, mientras Goethe no sea reunificado”.

Desde entonces nunca escribí nada sobre Alemania que no llevase implícito el proyecto de la “reunificación de Goethe”. Y, hace ya casi tres décadas, cuando muchos europeos no querían vislumbrar el inevitable destino de una Alemania reunificada, escribí un pequeño ensayo dedicado a la “Patria Alemana” (Deutsches Vaterland).

Debo reconocer que tuve que superar algunos prejuicios para izar así, en un título, esa palabra “patria” que despierta tantas desconfianzas entre determinados intelectuales. Y volví a reincidir en el mismo sacrificio intelectual cuando publiqué en 1981 un librito titulado Alemania, ofreciendo bella presa a los inquisidores que se escandalizaron de mi concepto de la “Patria Alemana” y de mi proyecto de “reunificación de Goethe”.

Alemania –decía yo entonces– no ha sido nunca una nación. Se formó históricamente por una mezcla de razas y pueblos que vivieron dentro de sus fronteras: germanos, lombardos, toscanos, judíos, bohemios, moravos, valones… Y todos esos hombres no tenían en común más que una misma patria –Deutsches Vaterland–, una tierra que amaban con ese sentimiento íntimo y profundo que pone el alemán en las cosas familiares y hogareñas.

Una patria es algo bastante más serio que una nación, infinitamente más digno y humano que un Estado. Pero el europeo, que desde el siglo XIX se ha empeñado en pervertir su lenguaje, parece haber olvidado estos matices.

El concepto de “nación” –una idea semítica a la que los romanos supieron dotar de contenido jurídico– apenas tuvo tradición histórica en la cultura germánica. Y en la estructura patriarcal y feudal de los pueblos germánicos arraigó más profundamente el concepto de “patria”, con todas las connotaciones paternales que quieran imaginarse; incluyendo la versión imperial de Carlomagno: aquel bebedor que prefería el Corton blanco porque no manchaba su bella barba rubia.

Nietzsche adivinó que la palabra “patria” acabaría adquiriendo un significado perverso, al confundirse con el concepto de “nación”. Y por eso se inventó la Kinderland que, a mi juicio, no es una buena solución, porque –a la larga– la “patria de los hijos” acaba siendo una patria afectada por el complejo de Edipo.

La idea de nación tenía una base religiosa –no desprovista de cierto sentido genealógico– entre los antiguos hebreos. Pero, al menos, la conciencia nacional de los judíos dejaba al extranjero gentil la posibilidad de injertarse en el pueblo elegido mediante la conversión y la aceptación de la cicatriz racial.

El espíritu conservador radical de los agricultores romanos –ese nacionalismo agrario tan típico de los pueblos latinos– añadió un requisito más peligroso a la idea de nación: la exigencia de un territorio delimitado, de una propiedad rústica, de una posesión privada. Y a los extranjeros se les prohibía el derecho de propiedad de la tierra, excluyéndolos así de la “nacionalidad”. La nación fue siempre el coto de caza de unos pocos y, desde Cicerón hasta nuestros días, no he conocido jamás a un nacionalista que no guarde en la recámara de su memoria una reivindicación de las fronteras…

El concepto de patria, por el contrario, fue siempre más emotivo –ése es su punto flaco– y más liberal. Y, en el fondo, hasta el trotamundos más despojado de asentamiento territorial puede sentir el afecto cultural y la proximidad espiritual de una lejana “patria”. En ese reino superior se basó siempre la fraternidad cristiana. Pero incluso –descendiendo a los reinos de este mundo– siempre puede un hombre convertirse en hijo adoptivo de una patria ajena, aunque no sea su “nación”: un lugar que no nos pertenece por derecho de sangre, pero que amamos por vía de reconocimiento y de fidelidad.

Estados Unidos podría ilustrar hoy ese concepto de “patria adoptiva” para muchos emigrantes de todo el mundo. Y lo mismo cabría decir de tantos pueblos sudamericanos que sienten todavía la relación familiar –más o menos borrascosa– con la “madre patria”.

Y no deja de ser curioso que haya sido en la matriarcal Sudamérica donde se haya elevado al rango materno ese concepto de “patria” que tiene tan claras raíces paternales. Porque era sólo el patriarca el que podía adoptar a sus hijos, ignorando incluso el parentesco biológico de sangre. Es un raro privilegio –el de no estar jamás seguro de la paternidad biológica– que los dioses nos concedieron al sexo viril…

La idea de “patria” no implica nunca un compromiso racial ni un privilegio de propiedad. La nación es enemiga de la patria, igual que el registro de la propiedad suele ser causa de muchas discordias familiares. Y por eso el noble concepto de patria –cuidadosamente despojado de su hojarasca nacionalista– debería tener todavía un lugar de honor en los sentimientos de un mundo humanista. Las culturas inspiran y crean las patrias. Las reivindicaciones territoriales y las prebendas locales son, por el contrario, el fundamento de las naciones. Y Europa, que jamás será una nación, podría ser una patria…

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.