La ciencia en femenino

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Una exposición saca a la luz a muchas mujeres que han dedicado su vida a la investigación científica

¿Alguien se imagina que Newton se hubiera llamado Elizabeth, o que Einstein hubiera sido Martha o que Gagarin en realidad se llamara Olga? Seguro que a muchos esa idea les hará sonreír porque encontrarán algo absurdo en ella. Cualquiera que haya leído las historias de la ciencia habrá visto que en ellas no aparecen mujeres. O, más exactamente, pueden aparecer una o dos. Marie Curie sí suele estar presente y, en algunos casos, también Hipatia, matemática y filósofa griega del siglo IV que vivió en Alejandría. Y desde luego, cuando se habla de la gran ciencia, si se cita a alguna mujer ésa será siempre Madame Curie pero ninguna más. Parecería, entonces, que las mujeres no han hecho ciencia, que no hubo a lo largo de los siglos investigadoras que dedicaran su vida a entender el universo como lo han estado haciendo los varones desde el inicio de nuestra civilización. Pues… la respuesta es incorrecta. Sí ha habido mujeres, sí ha habido investigadoras, sí hay importantísimos nombres femeninos en la historia de la investigación a los que se deben fundamentales descubrimientos para el avance del conocimiento. Lo que ha ocurrido hasta hace muy poco tiempo es que estaban ocultos. Por prejuicios, por mala fe, por desentendimiento o por simple y puro desconocimiento esos nombres no aparecían, ni aparecían, claro, las historias de las mujeres que portaban esos nombres y que hicieron esos descubrimientos.

A mediados del siglo pasado, un grupo de historiadores de la ciencia, sobre todo historiadoras y fundamentalmente estadounidenses, se hicieron la pregunta clave: ¿cómo es posible que las mujeres no hayan hecho ciencia? ¿Por qué en el resto de las disciplinas intelectuales aparecen nombres femeninos y en la ciencia, no? Aquélla era una buena pregunta, y, como la mayoría de los científicos saben, detrás de una buena pregunta suelen llegar buenas respuestas. Y llegaron. Llegaron en forma de cientos de nombres de científicas. Así que sí había mujeres, sí había habido a lo largo de la historia científicas que habían hecho importantes descubrimientos. Y aquí llegó la segunda pregunta importante: ¿por qué esos nombres eran desconocidos? ¿Por qué no aparecían en las historias de la ciencia?

A pesar de su enorme dificultad, la respuesta a la primera pregunta era más sencilla porque “sólo” requirió un trabajo de investigación documental. La respuesta a la segunda está aún en discusión y probablemente seguirá de esa manera durante mucho tiempo. El problema con esta posible segunda respuesta es que exige un enorme trabajo de investigación sociológica e histórica que desentrañe las razones por las que nuestra sociedad ha sido y es discriminatoria con las mujeres.

Pero, por el momento, nos quedamos con la primera respuesta, esa que nos ha proporcionado cientos de historias apasionantes. Como la de Mary Anning (Inglaterra, 1799-1847) que nació y vivió en una tierra, Lyme Regis, cuyos acantilados son especialmente ricos en fósiles marinos del período jurásico. Esta mujer mantuvo a su familia con la recogida y preparación de fósiles. Fue la descubridora del primer ictiosaurio y del primer plesiosaurio. Sus fósiles acababan en manos de científicos, de museos y de ciudadanos de alto poder adquisitivo que en aquellos años habían popularizado los “gabinetes de curiosidades” en los que exhibían ejemplares raros de animales y plantas.

O como la de Ada Byron Lovelace que está considerada como la primera programadora de computadoras de la historia. Ada Byron era hija del poeta romántico inglés Lord Byron. Fue una excelente matemática que trabajó junto al diseñador de la primera computadora, Charles Babbage, quien impresionado por la capacidad matemática de esta mujer le encargó la programación de su “máquina analítica”. El lenguaje de programación ADA desarrollado en 1979 por el Departamento de Defensa de Estados Unidos se llama así en su honor.

O como la de otra matemática, Sonya Kovalevskaya (Rusia, 1850-1891). Ni su padre ni la ley rusa le permitían tomar clases en la universidad por lo que Sonya se casó con Vladimir Kovalevsky, un hombre más abierto y con el que viajó a Suecia donde sí podía asistir a la universidad. A partir de entonces Kovalevskaya desarrolló su trabajo como matemática y se convirtió en una de las más grandes de todos los tiempos. Trabajó en ecuaciones diferenciales, en la refracción de la luz en medios cristalinos y en lo que sería su gran trabajo científico: la rotación de un cuerpo sólido sobre un punto fijo.

O como la de Henrietta Swan Leavitt (Estados Unidos, 1868-1921), una de las figuras clave de la astronomía moderna. Leavitt entró como voluntaria en el Observatorio de Harvard en 1895 y allí trabajó siete años como voluntaria antes de entrar a formar parte de la plantilla del mismo. Precisamente en esta institución científica se considera que nace la astronomía moderna de mano de un grupo de astrónomas que, como Henrietta Swan Leavitt, habían sido contratadas porque sus salarios eran mucho más bajos que los de los varones con la misma preparación. Durante sus años de investigación, Leavitt descubrió más de 24.000 estrellas variables, estudió asteroides y desentrañó lo que se esconde detrás de las estrellas binarias.

Otra mujer que muchos años antes había dedicado su vida al estudio de las estrellas binarias, entre otros fenómenos astronómicos, fue Caroline Herschel (Alemania 1750-1848). Caroline observó el cielo junto a su hermano, el astrónomo William Herschel, en el Reino Unido. En 1787, el rey Jorge III le concedió un salario de cincuenta libras anuales por su trabajo como ayudante de William con lo que Caroline se convirtió en la primera mujer conocida de la historia que trabajaba como astrónoma. Corrigió el catálogo de estrellas de Flanstedd en el que incluyó 560 astros que se habían omitido, descubrió ocho cometas, catalogó nebulosas y disfrutó con la investigación de los sistemas estelares binarios. Fue elegida miembro, honorario eso sí, de la Real Sociedad y también eso fue la primera mujer en conseguirlo.

Otra de las mujeres que han destacado en la historia de la ciencia y que ya comienzan a asomarse a los textos dedicados a esta disciplina es muy anterior a todas las citadas, Trótula de Salerno, médica italiana del siglo XI. Esta mujer vivió en el Salerno medieval, una ciudad italiana que en esa época era famosa en toda Europa por su escuela de medicina y sus hospitales. Trótula ejercía la medicina y como la Iglesia Católica prohibía la disección de cuerpos humanos, basaba sus diagnósticos en observaciones de la orina, el pulso, el estado de la piel y las expresiones faciales. Su texto sobre ginecología llamado De Mulierum Passionibus es el primero dedicado a la salud y el cuidado de la mujer. En él se ocupa de aspectos totalmente novedosos en la medicina de la época como la higiene durante el embarazo y el parto y los diversos tratamientos para la esterilidad. En este asunto fue totalmente revolucionaria porque planteaba que la falta de hijos podía deberse a defectos fisiológicos en el organismo femenino o en el masculino. Aquélla era una teoría completamente nueva ya que en el siglo XI, y hasta muchos siglos después, se creyó erróneamente que las únicas responsables en la infertilidad de una pareja eran las mujeres. Otro aspecto revolucionario de la práctica de Trótula es que recomendaba el uso de narcóticos durante el parto para paliar el sufrimiento de las mujeres lo que estaba en contra de las enseñanzas de la Iglesia que buscaba la literalidad de la Biblia cuando dice: “Parirás con dolor”.

Casi en la misma época en la que Trótula ejercía su profesión en Italia, otra mujer dedicaba mucho de su tiempo a la ciencia en Alemania, era Hildegarda von Bingen (1098-1179). Hildegarda pertenecía a una familia de la aristocracia por lo que fue educada por tutores. Pronto entró en un convento del que llegaría a ser abadesa. Se convirtió en uno de los intelectuales más importantes de Europa y escribió diversos tratados sobre el uso de las plantas medicinales y los diagnósticos médicos que le dieron una gran fama entre sus contemporáneos, también escribió sobre cosmología y describió, por primera vez en la historia, una órbita elíptica para los planetas. Además de de-jar textos sobre estas disciplinas, dedicó su esfuerzo a la botánica, la zoología y la psicología y la anatomía humanas.

Anterior a Trótula e Hildegarda y también médica fue Aspasia de Mileto que vivió en el siglo V antes de nuestra era. El gran héroe griego Pericles fue su marido pero Aspasia fue mucho más que su mujer: sus trabajos de investigación sobre obstetricia y cirugía han llegado hasta nosotros gracias a los comentarios de otros médicos que escribieron en los siglos posteriores, ya que sus textos se han per-dido.

Panel dedicado a Marie Curie en la exposición “La Estirpe de Isis: Mujeres en la Historia de la Ciencia”, patrocinada y desarrollada por la Unesco y L´Oréal.

Mucho más cercanas a nuestros días pero también con enormes dificultades han vivido y trabajado mujeres como Rosalind Franklin (Reino Unido, 1920-1958). Esta bióloga experta en cristalografía realizó la célebre fotografía 51 que está en el centro del mayor hallazgo científico del siglo pasado, la estructura en forma de doble hélice de la molécula de ADN. Franklin nunca obtuvo reconocimiento alguno por ella. En 1962, James Watson y Francis Crick obtuvieron el premio Nobel por ese trabajo. Franklin no hubiera podido compartirlo porque había muerto cuatro años antes, pero lo que los investigadores se han preguntado desde entonces es si de haber estado viva hubiera compartido el galardón con ellos. La mayoría de los que han opinado sobre ello cree que no.

También en el siglo pasado vivió e investigó Irene Joliot-Curie (Francia, 18971956). Era la hija mayor de Marie y Pierre Curie y como sus padres se dedicó a la ciencia. Irene trabajó en la síntesis de nuevos elementos radiactivos y obtuvo por ello el premio Nobel de Química en 1935. Un premio que igualmente había ganado su madre. Marie Curie que recibió el Nobel de Química en 1911 también había obtenido el de Física en 1903 junto a su marido, Pierre y a Henri Becquerel.

Otra de las pocas mujeres que han obtenido un premio Nobel es Barbara McClintock (Estados Unidos, 19021992). Esta botánica enamorada de la naturaleza dedicó su vida a la investigación genética. Obtuvo el Nobel en 1983 por un descubrimiento que había hecho más de cuarenta años antes: el de los elementos genéticos móviles. McClintock había visto que el cruce entre organismos venía acompañado de intercambio físico de cromosomas. Sus hallazgos realizados en plantas de maíz han sido fundamentales para entender muchos aspectos sobre la herencia humana, su relación con las enfermedades y la razón de la resistencia de las bacterias, uno de los principales problemas a los que se enfrenta la medicina moderna.

También a la investigación biológica se ha dedicado Lynn Margulis, científica estadounidense que en los años sesenta propuso una teoría, la simbiogénesis, que explica algunos aspectos de la evolución. Margulis se encontró en aquella época con la feroz oposición de sus colegas que no admitían los argumentos de la científica. En los años que han pasado desde entonces, Lynn Margulis, que realiza parte de sus investigaciones en el delta del Ebro, ha ido demostrando punto por punto aquella teoría hasta el extremo de que actualmente ha traspasado la barrera de la comunidad científica y se encuentra ya en los libros de texto escolares.

O las historias de Gertrude Belle Elion (Estados Unidos, 1918-1999) que también obtuvo el Nobel de Medicina en 1988 por sus investigaciones en el desarrollo de medicamentos que interrumpen el ciclo celular anormal sin alterar a las células sanas; Annie Jump Cannon (Estados Unidos, 1836-1941), otra de las astrónomas del Observatorio de Harvard donde se dedicó a la clasificación de estrellas.

O Emmy Noether (Alemania, 18821935), autora de una importante fórmula matemática para la teoría de la relatividad. Y también la de Lise Meitner (Austria, 1878-1968), que aunque desconocida entre los profanos está entre los más grandes físicos de la historia. Meitner dio la primera explicación teórica del proceso de fisión nuclear, un descubrimiento que le valió el premio Nobel de Química a Otto Hahn con el que Meitner trabajaba pero por el que ella no obtuvo ningún reconocimiento público.

Y como estas historias existen miles. Hallazgos, investigaciones, descubrimientos, teoremas… todos ellos debidos a las cabezas de científicas que pasaron o pasan sus vidas en los laboratorios. Lo que llama la atención, cuando se estudian las carreras de las científicas que nos han precedido, es sobre todo la enorme resolución, valentía y fuerza de voluntad que debieron tener estas mujeres para dedicarse a la ciencia porque si algo tienen en común es la cantidad de barreras con las que se encontraron.

Para empezar, muchos de los científicos varones desde la Edad Media y prácticamente todos en los últimos dos siglos pasaron por las aulas de las universidades. Allí recogían el saber previo, se relacionaban con los colegas y con los maestros y comenzaban sus carreras científicas. En el caso de las mujeres esto no ha sido posible hasta épocas muy recientes porque durante cientos de años las universidades prohibieron el acceso a las mujeres.

Un buen ejemplo es el de la Universidad Española, la apertura de la primera universidad española se sitúa en 1218 y no fue hasta 1910 cuando las mujeres pudieron estudiar en sus aulas con plenos derechos, o casi. Es cierto que a finales del siglo XIX, algunas mujeres pidieron y obtuvieron un permiso especial para matricularse en la universidad, primero en la de Barcelona y después en las de Valencia, Valladolid y Central de Madrid. Pero a esas mujeres que obtuvieron sus licenciaturas en aquellos años se les negaron los títulos que lo acreditaban y no fue hasta 1910 cuando una Real Orden justifica, por fin, la habilitación profesional de los títulos expedidos a mujeres por las universidades españolas. Eso es lo que ocurrió en España, pero en otros países fue muy similar, en el Reino Unido, las mujeres debieron esperar a 1921 para poder matricularse en la Universidad de Cambridge, una institución que había abierto sus puertas en 1226.

Similares han sido las dificultades para el acceso a las sociedades científicas entre las que hay ejemplos variados sobre su rechazo secular a las mujeres. La Academia de Ciencias francesa, fundada en 1666, no admitió a la primera mujer hasta 1979, la elegida fue la matemática Ivonne Choquet-Bruhat. Esta institución había rechazado a comienzos del siglo XX el ingreso de uno de los científicos más grandes de todos los tiempos, Marie Curie, porque era una mujer.

Y en España las cosas han sido aún peores, la Real Academia de Farmacia fue la primera que tuvo a una mujer en sus filas pero eso no ocurrió hasta 1987, exactamente 250 años después de su fundación. Esta primera académica fue María Cascales. Estos datos vienen a demostrar las dificultades que las mujeres han encontrado siempre para su dedicación a la ciencia.

Todas estas historias se cuentan en una exposición itinerante La estirpe de Isis. Mujeres en la historia de la ciencia que se inauguró en el Museo de la Ciencia de Valladolid en abril de 2005 y que en la actualidad y hasta el 10 de mayo de 2007 se muestra en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid.

“La estirpe de Isis” rescata a esas mujeres y a muchas más que a lo largo de los siglos dedicaron su vida a la investigación científica, también cuenta las dificultades que esas y otras mujeres aún desconocidas se encontraron para realizar esa actividad. Se adentra en lo que ha supuesto para la ciencia prescindir de las mujeres como sujetos y también como objetos de la investigación. Explica, por ejemplo, lo que supone para la salud femenina que los ensayos clínicos de fármacos se hayan hecho durante muchos años mayoritariamente en varones o que hasta muy recientemente no se considerara que la patología cardiovascular afectaba al organismo femenino, cuando de hecho es la segunda causa de muerte en mujeres de países occidentales a partir de los cincuenta años.

“La estirpe de Isis” cuenta también que las cosas han ido cambiando, que no son igualitarias y que aún queda mucho por conseguir, pero es indudable que las mujeres lo tienen ahora mejor que hace cien años, incluso que hace cincuenta años. Un ejemplo son los programas que han surgido en los últimos años para apoyar a las científicas. Precisamente uno de ellos, For Women In Science, liderado por la empresa L’Oréal y la Unesco, es el impulsor y patrocinador de “La estirpe de Isis”. Este programa premia cada año la carrera científica de una mujer de cada continente y beca a varias científicas jóvenes.

La exposición llama la atención sobre un hecho que preocupa a los gestores de los programas científicos, sobre todo en Europa, ante una falta de vocaciones científicas que dificulta el relevo en los laboratorios: la sociedad no puede permitirse prescindir de la mitad de la inteligencia humana.

Las mujeres y la ingeniería

Cuando las cifras sobre mujeres científicas se unen a las de tecnólogas e ingenieras, el número total parece que se va igualando al de los varones. Pero cuando se disocia y, sobre todo, cuando se contempla en qué puestos están ellas y ellos, el asunto se convierte en algo muy preocupante.

Históricamente el número de mujeres dedicadas a las carreras técnicas ha sido muy inferior al de los varones, incluso, durante muchos años, era prácticamente inexistente. Si a esto sumamos el hecho de que la situación de las mujeres en la historia de la ingeniería está mucho menos estudiada que la de las mujeres en la historia de la ciencia, el panorama aparece desalentador. Quizá dentro de algunos años, cuando los historiadores hayan completado este trabajo, el resultado sea más parecido al de las mujeres en la historia de la ciencia en el que cuando se buscó, se encontró.

En cualquier caso, los datos con los que contamos en la actualidad –referidos a la situación de la universidad– nos dicen que aún queda mucho camino que recorrer para conseguir la igualdad en estas disciplinas.

En el último informe sobre la situación de la universidad en España, se señalaba que a pesar de que las mujeres eran el 54,3% de todos los matriculados en el curso 2004/2005, el número de mujeres caía hasta el 39% cuando el dato se refería a las matrículas en carreras técnicas. Y si el número de estudiantes es bajo, el de profesoras –sobre todo en las categorías más altas– es mínimo. Según los datos del curso 2000/2001, el porcentaje de mujeres entre los catedráticos de toda la universidad española era del 12,46%, pero ese número baja hasta el 4,54% en las disciplinas de ingeniería. Eso quiere decir que existen muchas áreas en las que ni hay ni nunca ha habido una catedrática.

En la mayoría de los países desarrollados se han puesto en marcha diversos programas enfocados a corregir esta irregular situación, a buscar y analizar sus causas y a proponer soluciones que permitan a las ingenierías superar ese evidente desajuste entre estas disciplinas y la sociedad en la que se desarrollan.

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