Jorge Wagensberg

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Jorge Wagensberg (Barcelona, 1948) es un veterano de la divulgación científica en España. Durante los 11 años que lleva al frente del Museu de la Ciència de la Fundación La Caixa de Barcelona ha luchado por cambiar una realidad paradójica: que a pesar de vivir en una sociedad cuyo progreso depende cada vez más de los avances científicos, los ciudadanos muestran cada día menos interés por esas cuestiones. El uso de embriones humanos para la obtención de células madre, la colocación de las antenas de telefonía móvil y el efecto de la actividad humana sobre la degradación del planeta son sólo un ramillete de los muchos debates científicos actuales. Wagensberg sostiene que únicamente los ciudadanos bien informados podrán decidir de forma responsable sobre asuntos tan delicados que, de un modo u otro, acabarán afectando profundamente a sus vidas en el futuro.

«NI LOS CIUDADANOS NI LOS POLÍTICOS TIENEN SUFICIENTE CULTURA CIENTÍFICA PARA DECIDIR EN LOS DEBATES ÉTICOS»

Usted se define como un científico de museo. ¿Qué significa eso?

Los científicos suelen tener conocimientos muy avanzados sobre el área específica en la que desarrollan su investigación a costa de dejar de lado las demás ramas de la ciencia. Así, un astrónomo puede llegar a describir la composición química de una estrella lejana y no saber nada sobre el funcionamiento de los genes que le han dado forma a él mismo. En cambio, la ciencia de museo es más superficial pero más variada e interdisciplinaria. Si al museo llega una pieza de ámbar con hormigas, estudio la pieza desde todas las perspectivas posibles, ya sea la biológica, la química o la geológica. Y si es necesario consulto a los expertos de cada especialidad. Un físico de universidad, sin embargo, vive encerrado en su facultad y ni tan sólo comparte la cafetería con sus colegas de biología.

Si los científicos no se comunican entre sí, menos aún con el resto de la sociedad.

Así es. Es verdad que cuando uno hace un trabajo como es el de construir conocimiento científico hay momentos que exigen una concentración muy grande, pero también hay otros momentos en los que el científico debe abrirse al mundo. Al fin y al cabo, la ciencia es conversación. Comprender y aprender quizá sean, en último término, actividades rigurosamente individuales. Pero siempre ocurren en el extremo de alguna forma de conversación. Un proyecto de investigación, una escuela, una exposición, un museo, una conferencia, un texto, una obra de arte o un pedazo cualquiera de conocimiento sólo son algo si proveen estímulos a favor de la conversación.

Muchos científicos dirán que no pueden conversar con los ciudadanos sobre temas que éstos no conocen lo suficiente.

Es cierto que en nuestro país existe un analfabetismo mayoritario sobre ciencia, pero es responsabilidad de los científicos acercar las ideas científicas a la sociedad. Los investigadores están obligados a rendir cuentas a la ciudadanía de su trabajo y a explicar en qué consisten sus investigaciones y las implicaciones que pueden llegar a tener. Y esa es una tarea que deben realizar los científicos apoyándose en los recursos a su alcance, ya sean los medios de comunicación masiva o los museos. Los científicos todavía no han admitido que hay cosas que no se pueden delegar y que en absoluto tienen por qué ir en contra de su rigor, honestidad y dedicación.

¿Todas las ideas científicas se pueden explicar de forma que los legos las entiendan?

La esencia de esas ideas sí. Un conocimiento que no se pueda transmitir no es conocimiento. El conocimiento se puede transmitir siempre. Aunque parezca sorprendente, la ciencia es, por definición, el conocimiento más fácil de transmitir porque sus exigencias de objetividad, inteligibilidad y dialéctica obligan a que sea simple. En más de tres siglos de ciencia todo ha cambiado excepto tal vez una cosa: el amor por lo simple. Lo que es difícil es que una sinfonía de Beethoven emocione a alguien que sólo escuche baladas monocromáticas. Así pues, creo que parte de la misión del científico es saber transmitir no las teorías, pero sí lo esencial de ellas y sus consecuencias. Además, con el tiempo uno descubre que los grandes científicos suelen ser gente que se explica muy bien.

¿Puede ser, entonces, que los ciudadanos no tengan ningún interés en escuchar a los investigadores?

Sin duda, los ciudadanos también tienen su parte de culpa. De todas las for-mas de conocimiento que confiesan su voluntad de predecir el futuro, la ciencia es, a pesar de todo, la de más prestigio. Los habitantes de una sociedad democrática tienen, en principio, la ilusión de influir sobre su propio futuro. La ciencia debería entonces interesar al ciudadano. Pero no es así.

¿Por qué?

Todo proceso de aprendizaje empieza con un estímulo. Y el estímulo, precisamente, ha sido siempre el truco elegido por la naturaleza para que los seres vivos superen su pereza inherente hacia ciertas funciones fundamentales como comer o procrear. En el caso de los seres humanos, el conocimiento es el último logro de la evolución y cumple el papel de una función fundamental más orientada hacia la supervivencia. Aprender de la experiencia es una novedad que nos ha hecho ganar una prodigiosa independencia respecto del entorno. Lo que ocurre es que el conocimiento ha pasado con notable alto el examen de la selección natural, pero es tan reciente que aún no ha habido tiempo para que se consagre nada que merezca llamarse sed de conocimiento.

Pero existe la curiosidad.

Es cierto. Pero seguramente lo que está ocurriendo es que tenemos la curiosidad saturada. Son muchos los estímulos que reciben los ciudadanos y la curiosidad científica es, desgraciadamente, el más débil de ellos. La competencia por el tiempo de ocio del ciudadano es hoy en sí misma incompatible con la pretensión de estimular ejercicios de reflexión.

¿Hay que tirar la toalla entonces?

De ninguna manera. Las películas de ciencia ficción han demostrado un gran éxito a la hora de acercar la ciencia a los espectadores. Lo que tenemos que conseguir con el Museo de la Ciencia es mostrar a la gente que la ciencia es lo suficientemente divertida, interesante y curiosa en sí misma como para poder prescindir del envoltorio del espectáculo. Por ejemplo, en nuestro nuevo museo que abrirá sus puertas a finales de 2003, lo que hemos intentado es usar la interactividad moderna para hacer hablar a las piezas antiguas. Además, cambiamos el sistema de hacer colecciones, porque no son piezas al servicio de una investigación científica sino que están escogidas para explicar al ciudadano una historia apasionante: la historia de la materia. Lo que está claro es que no podemos esperar a que la evolución biológica seleccione unos estímulos específicos para que las personas se sientan tentadas a adquirir nuevos conocimientos. Si queremos que la gente se interese por la ciencia, tenemos que buscar los estímulos nosotros mismos.

¿Y si nadie da con ellos?

El conocimiento ha permitido construir muy rápidamente una sociedad que depende cada día con más fuerza de la ciencia, pero sus miembros faltos de estímulos se alejan, también cada día más, de los resultados y de los métodos de la ciencia. La cuestión alcanza al mismísimo concepto de democracia: ¿cómo pretender participar en el futuro de una comunidad científica sin opinión científica?

¿Dejando que decidan los expertos?

En una sociedad verdaderamente democrática no pueden decidir sólo los científicos. No se les puede dejar a ellos la potestad exclusiva de discernir qué se debe hacer con una nueva tecnología determinada. En todos los debates sobre ética científica deben intervenir cuatro sectores sociales: el sector que crea el conocimiento científico (los científicos), el sector que usa ese conocimiento (industria), los que sufren y pagan ese conocimiento (los ciudadanos) y, por último, el sector que lo gestiona (la Administración y los políticos). En cada debate científico deben intervenir representantes de esos cuatro sectores y todos ellos deben disponer de la misma información. Pero en España ni los ciudadanos ni los políticos tienen suficiente cultura científica para decidir en muchos de los debates éticos. Y los resultados de la concentración del conocimiento pueden ser muy peligrosos. La divulgación científica está, precisamente, para evitar esa concentración.

Pero existen las patentes.

El tema de las patentes es un tema delicado. Por un lado, está claro que son necesarias en la medida en que motivan a las empresas a invertir en investigación científica y tecnológica que de otro modo no se realizaría por no ser rentable. Pero, por otro lado, existen conocimientos universales que no se pueden patentar. Sería ridículo que Newton hubiera patentado la ley de la gravitación universal y que cada vez que jugáramos al golf y calculáramos una trayectoria tuviéramos que pagar. Quizá se pueda admitir cierta regulación del uso de la ciencia en algunas aplicaciones, pero no hay que olvidar que el conocimiento siempre se construye sobre conocimiento previo. Hacer ciencia significa producir, transmitir y criticar conocimiento, así que cualquier limitación del uso de la ciencia con el propósito de hacer más ciencia es, definitivamente, una aberración y un contrasentido. La propiedad científica no debe entorpecer la comunicación de los logros científicos.

«LA DIFERENCIA ENTRE UN BUEN Y UN MAL CIENTÍFICO ESTÁ EN LA CAPACIDAD DE CAPTAR IDEAS DE LOS DETALLES MÁS PEQUEÑOS O DE UNA INTUICIÓN»

Sin embargo, parece que los intereses mercantilistas impelen a realizar cada vez más investigaciones con aplicaciones técnicas prácticas. ¿La ciencia está abandonando su deseo inicial de desentrañar las leyes de la naturaleza y comprender el cosmos?

No. Si algo se ha mantenido fresco y potente desde el principio de la humanidad es la ambición por el conocimiento fundamental, y esto quedará siempre. El sistema universitario es la garantía de eso. Claro que, en algunos casos, la presión académica dificulta que las personas se dediquen a temas más fundamentales que tienen poco rendimiento a la hora de ser valorados dentro de la propia comunidad científica. Pero esto yo no lo noto. Los grandes pensadores siguen ahí. Siempre ha habido una parte de la sociedad con la voluntad, la generosidad o la ambición de pensar en grandes temas.

¿Sobre qué temas pensarán los científicos en el futuro?

La evolución biológica es el gran tema científico y filosófico actual. ¿Cómo es posible pasar de una sopa de quarks a que usted y yo estemos hablando aquí sin invocar a poderes sobrenaturales? El darwinismo, quizá la idea más bella y más potente de las que se han vertido en ciencia, está en pañales y hay muchas cosas que todavía no podemos explicar y en las que trabaja mucha gente. De hecho, un campo de investigación en el futuro será todo lo relacionado con el encuentro entre la informática y la genética. El avance de la informática permitirá a los científicos adentrarse, a través de la simulación por ordenador, en los fenómenos complejos a los que hasta ahora no han podido acceder. La posibilidad de tener ordenadores cuánticos u ordenadores basados en otros principios hará que en este dominio se progrese mucho. Hay otras cuestiones sin respuesta como la de la energía. Siempre faltan 20 años para resolver la termofusión nuclear y no sé si la llegaremos a resolver. Y, por último, el problema de la sostenibilidad concentrará buena parte de las investigaciones científicas y tecnológicas. Los 6.000 millones de habitantes que hay en el planeta no pueden vivir como los 1.000 millones que viven mejor. Literalmente se hundiría el planeta. Y ahí la ciencia va a tener que aportar soluciones.

O sea, que usted no comparte la visión que John Horgan expone en su libro «El fin de la ciencia. Los límites del conocimiento en el declive de la era científica».

En absoluto. El fin de la ciencia es una idea absurda y estúpida. Cada vez que hay un descubrimiento se abre una ventana y aparece otro dominio infinito. ¡Quién iba a decir antes de los años 50 que iba a haber una disciplina llamada ingeniería genética! El hecho es que se abrió todo un campo en el que ahora las posibilidades son infinitas. Todavía queda mucho para conocer el mapa genético de todas las especies del planeta y más todavía para tener una idea aproximada del potencial que supone poder manipular esos genes. Los científicos no van a acabar en el paro.

¿Cuál será el papel de los científicos españoles en ese futuro?

Sin duda, los científicos españoles y sus investigaciones tendrán cada vez más importancia dentro de la ciencia mundial. La ciencia en España sigue una línea ascendente de peor a mejor. Pero si algo caracteriza a la ciencia española es la gran ilusión y el gran esfuerzo de unos y la frecuencia con que eso se malogra. Es decir, hay grandes proyectos que, cuando se necesita el dinero y hay que ponerse manos a la obra, se deshacen. También es verdad que tenemos muchos científicos relevantes liderando proyectos de investigación en otros países.

¿Se trata, pues, de una cuestión de dinero?

El dinero es fundamental, pero no sirve de nada si el científico no tiene imaginación y buenas fuentes de inspiración. El método científico sirve para tratar ideas pero no para captarlas. La idea puede venir de cualquier lugar. Todos los científicos aplican bien el método científico y todos tienen más o menos los mismos conocimientos. La diferencia entre un buen científico y un mal científico está en la capacidad para captar ideas de los detalles más pequeños o de una simple intuición. El objetivo del científico es formular buenas preguntas a la naturaleza. La respuesta es lo de menos, porque cada pregunta llega en realidad con la respuesta a cuestas. La respuesta es pura rutina. El momento de íntima trascendencia para el creador científico es cuando una pregunta rebota en alguna parte y se refleja en forma de una nueva pregunta. Es justamente en ese momento cuando el científico es consciente de su acto creador.

MUY PERSONAL

Una ciudad para vivir.

Barcelona, porque la he visto crecer conmigo. Es una ciudad comestible y paseable.

¿Qué viaje tiene pendiente?

A la Antártida. Es el único continente del planeta que me queda por descubrir. Me han invitado alguna vez, pero es un viaje muy especial para el que se necesita mucho tiempo y alguna excusa de tipo científico para ir.

¿Davos o Porto Alegre?

Porto Alegre con Davos de participante, y no al revés. Me decanto más por Porto Alegre porque se preocupa más por la globalidad del planeta y de la gente y, por tanto, incluye también a Davos.

¿Cuál es su estado de ánimo actual?

Ilusionado por los proyectos que tengo delante: un libro que voy a publicar la primera semana de diciembre sobre todos los aforismos que han ido surgiendo en mi vida profesional y que he ido coleccionando. Por supuesto, también estoy ilusionado por el nuevo Museo de la Ciencia.

¿La noche o el día?

Es curioso, porque durante mucho tiempo ha sido la noche, pero ahora vivo más durante el día.

¿Con qué vicio o actitud es menos indulgente?

Con la corrupción. No acepto que nadie se aproveche de su situación para engañar o robar.

¿De qué se siente más orgulloso?

De un hijo que acabo de tener hace dos meses. Mi primer hijo. Y de haber conseguido hacer siempre lo que más me divierte.

Un libro.

El quinto milagro de Paul Davis. Es un resumen de las teorías del origen de la vida incluyendo las ideas más locas.

¿Qué hubiera sido de no ser científico y director de museo?

Actor o músico.

¿Cree en Dios?

No, porque no lo necesito y me molesta todo lo que se ha hecho en la historia de la infamia humana en nombre de ese concepto.

¿Cuál es el invento más importante de la historia?

El alfabeto. Sin él no se puede hacer ciencia. La escritura en general ha supuesto el inicio de la historia.

¿A qué personaje histórico le hubiera gustado conocer?

A Galileo. Newton no creo que me cayera simpático. Era una persona muy inteligente pero no creo que me cayera simpático como ser humano. En cambio, Galileo debía ser un personaje increíble en una ciudad increíble (Florencia) en un momento en que, para mí, cambió la humanidad.

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