FUENTES DE EUROPA

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La civilización nació a orillas de un río; pero la humanidad no sólo vio en el agua una solución a sus problemas de supervivencia y de regadío, sino que convirtió las fuentes en motivo ornamental de sus ciudades. Ingenieros y artistas aunaron esfuerzos para crear fuentes que aún constituyen el rasgo monumental más romántico o más característico de muchas ciudades europeas.

Las primeras civilizaciones de Sumeria surgen entre los ríos, cuando sus pobladores crean una fantástica red de ingeniería para aprovechar y encauzar las aguas. La civilización egipcia nace también junto a un río, el Nilo. Y las grandes ciudades medievales de Europa se construyen a orillas de ríos: Florencia, del Arno; Viena, del Danubio; París, del Sena; Londres, del Támesis; Toledo, del Tajo; Sevilla, del Guadalquivir; Oporto, del Duero…

Desde los tiempos más remotos el agua ha sido, para los pueblos, el símbolo de la divinidad, de la creación, del prodigio. Para los psicoanalistas, el agua es también el símbolo de la fecundidad femenina y de la maternidad. Las fuentes y los ríos estaban bajo la protección de los dioses y se mantuvieron como lugares de culto pagano hasta que se convirtieron, bajo la advocación de una divinidad –normalmente una Virgen–, en centros de peregrinación.

Casi todos los centros ceremoniales modernos donde se aparecieron vírgenes o santos milagrosos están situados en las cercanías de alguna fuente olvidada que fue venerada por pueblos idólatras. El agua, que pone al hombre en contacto con los misterios de la tierra, era el símbolo de la salud en Epidauro y Delfos, igual que en la piscina de Siloé o en el santuario de Lourdes.

Delfos, el santuario más famoso de la antigüedad clásica, nació en torno a la fuente Castalia. Los griegos lo consideraban el ombligo de la tierra, y acudían a sus aguas mágicas para escuchar las adivinanzas del oráculo. Embriagados por los vapores volcánicos que surgían de la grieta rocosa, los peregrinos caían en trance y escuchaban la voz de la pitonisa que vaticinaba el destino. Durante siglos se sucedieron las sacerdotisas de Delfos, como una dinastía sagrada, hasta que el cristianismo puso fin –por mano de Bizancio– a esta vieja tradición. Cuando Juliano el Apóstata quiso –ya tarde– restaurar los cultos paganos, la pitonisa le dedicó una amarga respuesta:

“Decir al rey: ya se han derrumbado los bellos palacios, Apolo ya no tiene refugio ni adivino, ni fuente sagrada; y el agua profética se ha secado”.

Las lágrimas de la fuente Castalia se secarían, en silencio, como la desesperación del joven Edipo: “¡Ay Dios! ¿Adónde me has llevado?”. No es un azar que el desgraciado Edipo haya asesinado a su padre Laios en una encrucijada de caminos (triodos) cercana al templo de Delfos.

Pero las fuentes no eran sólo un lugar de revelación. Los hombres acudían a ellas para purificarse, igual que siguen haciéndolo los musulmanes antes de entrar en el templo. En la Biblia aparecen las fuentes o los pozos, cada vez que un personaje comete un crimen o se purifica de él. El pozo es algo así como el símbolo bíblico del subconsciente. Pero es también el lugar donde los héroes bíblicos se ponen en contacto con las mujeres fecundas que les darán nutrida descendencia. Cuando el criado de Abraham busca esposa para Isaac, se acerca con sus camellos a un pozo:

“He aquí que yo estoy cerca de esta fuente –dice– y las hijas de los moradores de esta ciudad vendrán a sacar agua. La doncella a quien yo dijere: baja tu cántaro para que yo beba, y ella respondiere: bebe, y aún a tus camellos daré también de beber, ésta es la que tú tienes preparada para tu siervo Isaac. Y en eso conoceré que ha sido propicio a mi amo.” (Gen. XXIV, 13, 14). La mujer que da agua es la mujer fecunda; el símbolo psicológico no puede estar más claro.

El agua ha sido símbolo de salvación y de gracia. Para los cristianos y para los discípulos de Juan es el medio material que se utiliza en el bautismo. Para Leonardo evoca también una transformación de la naturaleza; por eso pinta a sus modelos con trazo sinuoso y fluido, los vestidos flotantes, el cabello ondulado. El agua es para la tierra lo que la sangre es para el cuerpo; l’acqua –sentencia Leonardo– é il vetturale della natura.

La historia se ha escrito cerca del agua; junto a las fuentes se encuentran los primeros útiles y herramientas, las primeras construcciones civilizadas, las primeras obras de ingeniería. Cuando nacen las ciudades, las fuentes se convierten en el corazón y en el centro vital de la vida urbana; en torno a ellas transcurre la vida cotidiana, la charla, el paseo. No sólo sirven para cubrir las necesidades del hogar o de la granja y para luchar contra el fuego y la enfermedad: son centros de relación social. Y puede decirse que la historia del mundo cambió cuando, en el siglo XIX, se generalizaron las primeras conducciones de agua y desaparecieron de las calles los aguadores y los criados que acudían a las fuentes. Ese adelanto técnico significó, por desgracia, el primer paso hacia la incomunicación y deshumanización de la vida urbana.

Las primeras fuentes europeas

La tierra de Grecia plantea graves dificultades para el abastecimiento de agua en las grandes aglomeraciones. Durante el gobierno de los tiranos del siglo VII a. de C. se construyeron los primeros acueductos. Eupalinos levantó en Samos un túnel para canalizar las aguas; más tarde los ingenieros de Eumenes II realizaron una obra semejante en Pérgamo, transportando las aguas desde una fuente situada a veinticinco kilómetros de la villa. En muchas ciudades griegas se crearon cuerpos especiales que velaban por la limpieza y mantenimiento de las fuentes. Los miembros de esta corporación municipal –los primeros fontaneros– se designaban por elección y no por sorteo, como otros cargos menores.

La fuente pública era, junto con el templo, el monumento más característico de las ciudades griegas. Consistía general-mente en un pequeño pórtico con una o varias máscaras de león que arrojaban el agua sobre los recipientes colocados en el suelo; a veces se reducían a un pilón excavado en el pavimento.

Las fuentes más célebres por la pureza de sus aguas o por su riqueza ornamental fueron las de Teógenes en Megara, la Pirene en Corinto, Castalia en Delfos y la Enneacrounos (nueve bocas) en Atenas, cuyas aguas eran empleadas en los ritos nupciales según refiere Tucídides.

Los romanos construyeron fuentes en todas las ciudades conquistadas. El genio latino, singularmente dotado para las construcciones utilitarias de la vida pública, levantó colosales obras de ingeniería hidráulica: fuentes, cloacas, acueductos… En Pompeya podemos contemplar los restos de algunas fuentes romanas diseñadas con extraordinaria sencillez. El agua era objeto de un culto respetuoso, íntimo y sencillo; san Francisco de Asís habla como un sacerdote pagano cuando la llama “utilísima, casta y humilde”.

El Aqua Virgo, la conducción de agua potable que construyó Agripa en Roma, alimenta todavía la Fontana di Trevi y las fuentes de la Piazza di Spagna, Piazza del Popolo y Piazza Navona.

Fuentes para un caballero andante

La fuente medieval era también sencilla y utilitaria: un estanque limpio al borde del camino polvoriento. Se descendía hasta ellas por una pequeña escalinata y se protegían con un cobertizo. En un viejo flabiau medieval titulado: Le Paradis d’Amour se describe una fuente oculta en un jardín que tiene una taza de oro y a la que se desciende por escaleras de mármol.

En los monasterios encontramos algunas huellas de los grandes trabajos hidráulicos realizados en la Edad Media para transportar el agua a través de canalizaciones subterráneas. Casi todos los claustros poseen una fuente central o algunas pilas laterales para las abluciones de los monjes. Y en los monasterios del Císter se utilizaban como lavabos, ya que los monjes, al regresar del trabajo del campo, debían lavarse sus manos.

La fuente medieval urbana es, lógicamente, más monumental que el estanque aldeano o caminero. El pilón tiene forma hexagonal; los caños están montados sobre una columna central rematada, frecuentemente, por una estatua. Algunas ciudades de Italia, como Perugia y Siena, han conservado sus fuentes de fines del siglo XIII.

Durante los siglos XII y XIII las fuentes aparecen frecuentemente cubiertas por arcadas; a los lados se construyen bancos de piedra para apoyar los cántaros o para que reposara al caminante sediento. Los pozos estaban también protegidos por una estructura de madera con tejado puntiagudo rematado por una bandera de metal. La madera fue, posteriormente, reemplazada por la piedra, como podemos hoy contemplar en la famosa Schöner Brunnen de Núremberg.

Las fuentes de Núremberg tienen una vida oculta y misteriosa. Más que estatuas de piedra o de bronce se diría que son juguetes animados por un resorte mecánico. Quizá, simplemente, tienen un alma infantil. No olvidemos que Núremberg es la ciudad de Durero, del alegre Hans Sachs, de Peter Henlein, el inventor de los relojes, del sabio Regiomontanus que diseñó las cartas náuticas que utilizaba Cristóbal Colón. En la noche de San Sebaldo, mientras los caracoles comen las hojas de lechuga que les sirve el diablo, las estatuas de Núremberg abren sus ojos llenos de vaguedad y extravío. Algunos viajeros antiguos dicen que, en otro tiempo, se vio rondar por las calles a la Virgen de Hierro: una terrible imagen de mujer que tenía el pecho erizado de clavos.

Los poetas románticos, con su culto a los misterios medievales, celebraron en cuentos y leyendas a las fuentes cubiertas de hiedra o de musgo. Beckford se hizo construir en la llanura de Salisbury un castillo gótico con fuentes y surtidores decorados por un escenógrafo que tenía cierta reputación entre las brujas inglesas. Como un verdadero Marqués de Bradomín paseaba Beckford por aquel extraño jardín donde los mirtos dibujaban blasones en torno a la fuente abandonada. El poeta moriría arruinado, después de gastar todo su capital en la construcción de esta diabólica abadía ensombrecida por una fronda de vicios. En una noche de tormenta se derrumbó la torre, y Beckford abandonó la casa desmantelada, llevándose tan sólo la máscara melancólica, doliente y degenerada de su rostro.

También el joven Goethe corteja a Lotte Buff junto a las viejas escalinatas de piedra de la fuente de Wetzlar. “Allí sentado –refiere Werther–, evoco intensamente la memoria de aquellos tiempos en que los patriarcas trataban conocimiento y cortejaban a sus futuras esposas junto a las fuentes”.

La fuente renacentista

“Y beberán del cáliz del vino mezclado con el agua de Zangebil: fuente del Paraí so que se llama Salsabil”.

Así habla Mahoma a los justos, prometiéndoles la recompensa de la gloria en un jardín florido. Y por eso se establecieron los califas en los jardines de Damasco y de El Cairo, de Medina Azahara y de Granada. En vez de palacios o severas fortalezas construyeron pabellones sobre una alfombra volante de flores. En las paredes mandaron tallar tapices policromados y –olvidando el precepto coránico– se durmieron con los labios enrojecidos de vino. Desde las torres se oía la oración monótona del crepúsculo: Allah akbar. Y de la montaña nevada bajaban las aguas del Darro y el Genil, alimentando los canales y las fuentes.

Sobre leones se asentaba el trono de Salomón. Esculturas que representaban leones adornaban también las fuentes en el palacio de Justiniano. Y por eso los árabes construyeron así las fuentes de la Alhambra.

“¿Qué otra cosa es esta fuente –ha escrito el poeta en la pila de alabastro– sino una nube benéfica que derrama sus abundantes aguas sobre los leones que la sostienen, como las manos del Califa cuando se levanta por la mañana para distribuir recompensas entre sus soldados?”

La fuente europea es, fundamental-mente, una creación del genio renacentista. Surgen, como la cultura humanista, cuando Europa despierta al arte y a las sólidas instituciones burguesas. El burgués crea las instituciones democráticas municipales, embellece las comunas, sanea la vida pública, multiplica las relaciones culturales y comerciales a través de su actividad financiera, subvenciona la exploración del mundo en busca de nuevos mercados, da trabajo al artista y al artesano…

El poder del fontanero es casi absoluto en estas villas renacentistas; son los encargados de las obras públicas, y construyen las primeras canalizaciones de agua corriente que reemplazan a los pozos y cisternas. La fuente toma ya su estructura característica: un estanque poligonal, que rebosa sus aguas sobre uno o más pilones secundarios, y una columna central de donde salen los caños. En los estanques aparecen, a veces, las armas de la ciudad, inscripciones, o relieves ornamentales. El fuste de la columna está ricamente decorado, y sobre el capitel, se levanta una estatua. Alrededor de los caños se abren las fauces de un león o de una quimera, y hasta los tubos presentan bellos remates en forma de pico de cisne o cabeza de pez. Pero nada supera en imaginación y delicadeza a los fustes decorados por los artesanos alemanes que eran famosos en todo el continente, no sólo como escultores sino también como pintores.

La conducción del agua hasta las fuentes constituía un serio problema de ingeniería. Las primeras conducciones de madera estaban formadas por troncos ahuecados; pero esas tuberías naturales se arruinaban pronto bajo la acción de la humedad y de las raíces de los árboles.

Progresivamente, se fue reemplazando la madera por la piedra, el ladrillo, el metal y, sobre todo, el plomo.

Los desagües atravesaban todo el burgo medieval, a través de las calles principales, y servían contra los incendios, aunque estorbaban la circulación. Las canalizaciones abiertas se contaminaban muy fácilmente, ya que algunos artesanos tenían permiso para utilizar las aguas del estanque en distintos trabajos. Por esa causa se dictaron severas medidas de higiene, se prohibió el lavado de materias contaminantes en los estanques públicos y se cubrieron con losas de piedra los canales de evacuación. Las multas por infringir estas normas eran muy fuertes; en Berna, por ejemplo, se exigía una cantidad de dinero igual al valor de la fuente. Y para evitar cualquier tipo de abuso se creó un servicio especial de vigilancia que montaba guardia en los alrededores.

La construcción de la fuente

Los materiales de construcción se elegían cuidadosamente. Fontaneros y escultores examinaban atentamente la piedra para que respondiera a las exigencias de los ingenieros y a las preferencias de los artistas que debían tallarlas.

La construcción de la fuente se encomendaba al fontanero municipal o al ingeniero de la ciudad; pero la decoración corría a cargo del escultor. Entre los imagineros dedicados a la fontanería aparecen los nombres de grandes escultores y pintores. Hans Holbein recibió en 1519 una libra y un chelín “por repintar una fuente de Lucerna”. Bernini, Maderno, Salvi y otros famosos artistas contribuyeron a la decoración de las fuentes de Roma. A Rafael se atribuye el diseño de la Fuente de las Tortugas. Y Leonardo ideó un sistema de reciclaje y aprovechamiento de surtidores.

La policromía sirvió además como protección de la piedra frente a los rigores de la intemperie y la usanza del agua. Es una pena que los nombres de los maestros constructores, que pertenecían a las corporaciones gremiales, hayan quedado en el anonimato.

Los temas eran cuidadosamente elegidos por la corporación municipal. Generalmente tienen un significado simbólico como el Banneret (soldado mercenario) que aparece en muchas fuentes suizas representando el valor de las tropas helvéticas.

En los burgos católicos de Suiza se utilizan como remate los santos abanderados: san Mauricio, san Martín, san Pancracio. Abundan también las figuras bíblicas, como Moisés, santa Ana, la Virgen, el Cristo, y la Samaritana que daba de beber a los caminantes. En muchas ciudades encontramos alegorías de la Justicia y de las Virtudes: la Prudencia y la Fortaleza en Friburgo; la Templanza en Zúrich. En Berna es famoso el ogro que se come a los niños y el oso Mütz que lleva el estandarte de la ciudad.

Las fuentes de Roma

Escuchando la canción de las fuentes romanas escribió Nietzsche su más bello poema de amor: “Es de noche, la hora en que las fuentes cantan. También mi alma es una fuente que canta”… Perseguía Lou Salomé, pero se encontró a Zaratustra.

Roma es, sin duda, la ciudad de las fuentes: unas tan monumentales como la Fontana dei Fiumi en Piazza Navona, otras tan bellas como la fuente del Tritón en Piazza Barberini, algunas tan románticas como la Barcaccia de Piazza di Spagna o tan elegantes como la fuente de las Tortugas en Piazza Mattei.

A la Piazza Navona se llega atravesando el corazón de Roma, por un laberinto de calles estrechas que tienen el color especial de las casas romanas: ese tono dorado que es como el reflejo del sol poniente y que cambia sutilmente del rosa al azafrán, del ocre al amarillo.

La fuente de Bernini que preside la plaza es, junto con la Fontana di Trevi, la más bella de Roma. Lleva en su centro un obelisco, rodeado por estatuas que simbolizan los grandes ríos del mundo: el Ganges barbudo, el gigantesco Danubio, el río de la Plata con el brazo en alto, y el misterioso Nilo que lleva un velo para representar su nacimiento ignoto. Hasta el siglo pasado, existía la costumbre de inundar la plaza en verano, con el agua de las fuentes.

Una de mis fuentes romanas preferidas es la del Elefante, diseñada por Bernini. Representa a un elefante que transporta sobre sus espaldas un obelisco. Se encuentra en los alrededores del Panteón.

La Fontana di Trevi no es la más antigua de Roma; pero es la más famosa, la más popular, la más visitada por los viajeros y la más citada por los cronistas. Si los dioses griegos pudiesen darse una ducha, elegirían sin duda este modelo de bañera. Siempre que la miro pienso que, de los palacios vecinos, va a salir a darse un baño un conde o un cardenal. Fellini se atrevió a añadirle una escultura monumental: la eligió para presentarnos el baño de Anita Ekberg en “La dolce vita”.

Los enamorados tienen en Roma dos lugares habituales de cita: la Fontana di Trevi, o la Via Appia. Algunas veces se empieza en la fuente, con un simple beso, y se acaba en la Via Appia.

Magníficamente iluminada y restaurada, la Fontana di Trevi es el mejor espectáculo teatral que Roma puede ofreceros: un ballet barroco, en el que dioses, gigantes, caballos marinos y tritones, surgen de las aguas rumorosas y claras, como si una mano estuviese convirtiendo la piedra en una fantasía animada. Ninguna otra fuente de Roma ocupa una plaza entera y ninguna otra está tan integrada en su ámbito arquitectónico: un delirio barroco que se extiende desde la diminuta iglesia de Santa María in Tirvio hasta el templo de los Santos Vincenzo y Anastasio.

Las fuentes de la mitología

A partir del siglo XVII aparecen en toda Europa las fontanas monumentales con decoración de tema mitológico: el majestuoso Neptuno con su cortejo tempestuoso, la poderosa Minerva con su mirada de acero, la maternal Cibeles con los ani-males de su culto oriental. Y, sobre todo, Apolo con su fascio de flechas.

Desaparecen los deliciosos temas populares, como el Hombrecillo de los Gansos, que se conservan todavía en las viejas fuentes de Lucerna, Núremberg o Weimar. La fuente se transforma en un gran decorado artístico; pero pierde su intimidad, su lenguaje sencillo y humano. Algunas de estas fontanas, como la madrileña de Cibeles, forman parte de una amplia perspectiva urbanística; decoran las plazas, las encrucijadas, los recintos monumentales.

Los arquitectos realizan complicados juegos y efectos escultóricos que culminan en los espectáculos acuáticos de Versalles, La Granja, Roma, Aranjuez…

Las flechas de Apolo aparecen como símbolo en muchas fuentes versallescas. Recuerdan otro signo absolutista muy empleado por los cristianos romanos, por los sectarios fascistas y por los prosélitos del comunismo: el haz de espigas. Luis XIV, como Amenofis IV, levanta en Versalles un templo al dios solar. El palacio de Versalles es algo más que una residencia real; es la morada del sumo sacerdote, representante de Dios en la tierra.

Una fabulosa obra de ingeniería trans-porta las aguas desde el Sena a los estanques y las fuentes de Versalles: acueductos, presas, bombas hidráulicas, canales. Los dogos venecianos celebraban, por privilegio papal, sus bodas con el mar. Pero en Versalles es el sol el que se sumerge en los canales, festejando así cada mañana las bodas del agua y el fuego.

Las fuentes románticas

París tiene algunas de las más bellas fuentes románticas de Europa. Fueron regaladas a la ciudad por un filántropo, Richard Wallace, que amaba las obras de arte. No son monumentales, sino pequeñas esculturas de fundición que representan a unas diosas que sostienen un templete. La más evocadora, por su emplazamiento, está situada delante de Saint Germain des Prés, junto al Café Deux Magots; pero mi preferida se encuentra en el mercado de flores de la Île de la Cité.

Yo diría que las fuentes en París son como las plazas, como los parques, como las calles. Hay fuentes pequeñas para las calles humildes o bohemias, habitadas por el vagabundo y por el imprevisto, por el bullicio del barrio latino, o por la alegría golfa y alegre de François Villon. Hay fuentes románticas para los Jardines de Luxemburgo. Pero hay también fuentes barrocas para las plazas ceremoniosas y elegantes, como la Concorde.

En las ciudades de España, muchas fuentes románticas se inspiran en la sensualidad morisca de los estanques árabes; su canción suena, nocturna y apasionada, clara y lunática, como la guitarra de las viejas fuentes árabes de la Alhambra. Pero ninguna suena tan dulce y apasionada como las del barrio de Santa Cruz de Sevilla.

Ventura Rodríguez diseñó las tres fuentes más hermosas de Madrid; la de Neptuno, la de Apolo y la de Cibeles. Del mismo arquitecto es la fuente de la Alcachofa, en el Retiro, y la de los Delfines en la calle Hortaleza.

Las aguas de las fuentes madrileñas, finas, frías y tonificantes, procedían de las minas y pozos que se extienden entre el Manzanares y el arroyo Abroñigal. Con éstas regaba Lope su jardín de la calle de los Francos donde florecían lirios, valerianas, naranjos, limoneros, narcisos, jacintos y tulipanes que le enviaba un admirador de Flandes.

Tampoco Barcelona ha conservado sus fuentes medievales, aunque en la Plaza de San Felipe Neri hay una que canta como un trovador. Desde el siglo XIV funcionaba ya en Barcelona un servicio de policia de les aigües que estuvo encomendado a ilustres fontaneros.

Todavía los turistas rinden honor a la tradición de beber las aguas de la fuente de Canaletas, en el corazón bullicioso de las Ramblas. No tiene especial valor artístico y parece diseñada por un secretario municipal; pero tiene un corazón sentimental y sencillo que conquista a las gentes del pueblo.

La historia explica en parte la lucha de los barceloneses por las aguas. Tuvieron que luchar muchas veces con ellas, atesorándolas en los años de sequía y enjugándolas en los años de inundación. En los días festivos muchos ciudadanos se dispersaban por los alrededores de Barcelona para organizar las populares fontades que consistían en una jornada campestre amenizada con bailes y juegos, y una comida familiar junto a la fresca fuente.

Las fuentes de Montjuïc tuvieron gran fama en el siglo XIX. Al pie de la montaña brotaba la misteriosa fuente Trobada, célebre por las propiedades medicinales de sus aguas magnésicas. Famosas eran también la Fuente del Tiro, la Fuente del Gato, la Fuente del Parque de Baix o Laribal –donde se reunía la tertulia política de la colla de l’arròs– la Fuente de Vista Alegre y la legendaria Fuente d’en Pessetes, donde un excursionista halló enterrada una olla repleta de monedas de oro.

Cuando la Exposición de 1929 cambió la fisonomía de Montjuïc, cubriéndose la montaña de palacios, jardines y pabellones, se creó un bello proyecto urbanístico para integrar estas nobles arquitecturas dentro del paisaje natural de la montaña. La presencia del agua era el remate fundamental de esta obra grandiosa. El genio poético de Carles Buigas creó el espectáculo acuático y luminoso de las fuentes de Montjuïc, que levantan su fresco castillo de cristal en las faldas de la montaña barcelonesa.

Tiene Barcelona bellísimas fuentes monumentales en el Parque de la Ciudadela, en uno de los rincones más fascinantes de la ciudad. Pero yo diría que las fuentes más románticas de Barcelona, como las de París, no son las más monumentales, sino las pequeñas esculturas de fundición que casi se esconden en las esquinas más inesperadas. Mis preferidas son dos fuentes Wallace –una en la Gran Vía y otra en las Ramblas, trabajadas por desgracia en una mala fundición– y una preciosa escultura de un niño que juega con un pez, en la Diagonal.

Las fuentes forman parte de la historia profunda de Europa. Son el museo claro y viviente de la historia, como si todos los recuerdos humanos pudieran renacer bautizados en sus aguas ben ditas.

Hoy se habla mucho de la incomunicación de las grandes ciudades, se habla de espacios verdes y perspectivas abiertas. Sin embargo, en el corazón árido de nuestras urbes, suena, doliente y desoída, la voz filosófica de las viejas fuentes. Y una ciudad que no escucha a sus fuentes jamás será bella ni habitable.

Fuente de Apolo en Versalles.

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