EN CASA DE FRANZ LISZT

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Como Franz Liszt me atrajo siempre, antes incluso por su imagen de dandi que por su propia música, he seguido sus pasos por toda Europa, desde Madrid hasta Luxemburgo, desde París hasta Basilea y Roma. Y, hace ya algunos años, cuando existía aún la República Democrática Alemana, decidí pedir un permiso para que las autoridades me permitiesen trabajar en su casa de Weimar.

Es un pabellón romántico, donde había vivido el jardinero en jefe de la corte ducal. Y está situado frente a la Bauhaus, junto al parque del río Ilm.

Aún se conserva el salón y el gabinete de trabajo de Liszt en esta casa, decorada con cortinas verdes y rojas, como la tienda nómada de un tzigane. Componía generalmente en el gran piano de cola Bechstein; aunque también utilizaba el pequeño Ibach, de colores más vivos y timbre más agudo. Desde el parque podía contemplarse su cabellera blanca y su frente inclinada sobre el papel pautado, mientras escribía en el pequeño bureau situado junto a la ventana.

Allí trabajé, escribiendo una pequeña biografía de Liszt, hasta que caducaron mi permiso y mi visado. Recogí mis papeles y mis cosas y, cuando ya iba a marcharme, una de las cuidadoras del museo –una de aquellas viejas campesinas que utilizaban los burócratas del régimen comunista para vigilar sus colecciones de arte– me miró con ojos maternales, humedecidos por un corazón de oro, y me dijo: «Llévese algún recuerdo, profesor. Aquí todas estas cosas no durarán mucho».

Me quedé estupefacto, porque no podía pensar que la propia celadora de un museo ofreciese las piezas más sagradas a sus visitantes. Rechacé naturalmente la oferta con una sonrisa, le di un abrazo y una propina y bajé las escaleras. Pero, antes de llegar a la puerta, la pobre mujer me llamó nuevamente y me alargó un bastón. Era uno de los bastones de Franz Liszt, con un puño de cristal de Bohemia verde. Lo reconocí enseguida, porque con él había enamorado a la condesa Hanska y despertado los celos de Balzac.

Los presagios del cometa Halley

Dicen que los grandes vinos, como la mejor cosecha de Veuve Clicquot que conquistó la corte de los zares, nacen cuando pasan los cometas. Y, en la noche del 21 al 22 de octubre de 1811, los habitantes de la aldea de Raiding, situada en la frontera austrohúngara, vieron cruzar por los cielos un cometa: un punto luminoso, seguido de una cola errante de sombras y nubes blancas.

En aquel instante sólo existían Raiding y el universo. Los gansos gritaban inquietos a orillas del río. La torre de la iglesia arrojaba una sombra resignada y vetusta sobre el grupo de pobres casuchas. También había un muro largo que iba a perderse en el bosque. Y en la caja silenciosa del firmamento, como un genio de larga cabellera, extendía sus dedos el cometa vagabundo.

Bajo estos signos vino al mundo un niño frágil y enfermizo que se haría famoso como artista errante: de cuerpo afilado, cabeza luminosa, larga cabellera, temperamento inquieto y cierta melancolía de ángel bueno extraviado en la noche.

Nacido en tierra fronteriza, entre Austria y Hungría, se parecía un poco a esos gitanos que, en los días alegres, llegaban a la plaza de Raiding con sus violines temblorosos. Los alemanes y austriacos le llamarán siempre Franz Liszt. Los húngaros le nombrarán Liszt Férenc, anteponiendo el apellido como es costumbre en el país. Él se sentía húngaro, con esa devoción radical e ingenua que deja en el corazón de un hombre la tierra donde fue niño y aprendiz de todo: «Vengo de Hungría –escribe cuando ya es un pianista famoso– y he vuelto a ver este suelo robusto y generoso que produce nobles hijos: es mi país, porque yo también pertenezco a esta fuerte y antigua raza».

Pero los hombres no pertenecen sólo a la tierra donde nacen. «Franciscano y gitano», se llama a sí mismo Franz Liszt. Y, como buen franciscano, no posee una tierra: se nutre de alimentos líricos, de bocados de amor. Como el gitano, no es un propietario burgués, sino un fundador de reinos. Por eso cuando redacta su testamento pide que se le entierre en el cementerio más próximo, sin misa de réquiem, ni más trámite que una simple ceremonia en la parroquia. Y sus deseos se cumplen: el presidente del Consejo Húngaro, Coloman Tisza, no permite que el ataúd entre en su tierra natal. Y un periódico nacionalista de Bayreuth publica su necrología citándole, simplemente, como «el suegro de Wagner».

Adam Liszt, el padre del compositor, había sido franciscano –el Hermano Mateo– antes de contraer matrimonio con Anna Lager, obrera de las fábricas de jabón de Nagymarten. En la casa de Raiding, junto a la vieja estufa de porcelana verde, se conserva todavía la imagen de san Francisco que era el tótem sagrado de la familia Liszt. Por la ventana se divisa un pequeño jardín con un pozo donde Anna sufrió un accidente pocos días antes del nacimiento de su hijo. El niño, naturalmente, se llamaría Francisco.

Pero el Hermano Mateo no estaba destinado a sembrar florecillas místicas. En vez de pastorear hombres tuvo que apacentar los rebaños de la familia Esterházy, poderosa dinastía de terratenientes que habían tenido, entre sus más fértiles propiedades, a Haydn y a Mozart. Para comprarle el primer piano a su hijo, el Hermano Mateo tuvo que vender su reloj de oro y su hatillo de ganado. Pero el niño hacía maravillas con las octavas de su piano, agrupando los rebaños de notas como un pastor angélico separa las ovejitas blancas de las negras.

«Por el peso de las cosas terrenas no puede el hombre volar muy alto», decía Francisco de Asís. Su discípulo Franz Liszt escribirá más tarde: «¡Dichoso aquel que sabe romper con las cosas, antes de ser roto por ellas!».

La rosaleda de Weimar

En junio florecen las rosas en Weimar. Se abren silenciosamente, como si el canto de los estorninos las invitara al vuelo o al baile. Tienen una juventud clandestina y secreta; una vida carnosa y fugaz. Para los griegos eran hijas de la sangre de Venus y del amor de Adonis. Pero su candidez silenciosa se relacionaba también con los misterios de Harpócrates, dios de las horas calladas. Los romanos empleaban la expresión «hablar sub rosa» para referirse a los proyectos que se planean en secreto.

A Goethe le gustaba pasear por los caminos de Weimar cuando la primavera despuntaba en los prados. Aplicaba sus ojos inquietos a los capullos germinantes, observando cómo la naturaleza ilustraba a los hombres. «La creación –dirá Goethe, oponiéndose a la tempestad romántica– se hace por un proceso paciente y no revolucionario». Como brotan las rosas de Weimar…

Como se abren las rosas va creciendo también el pequeño Liszt, hijo mirífico del Hermano Mateo. Este último ha abandonado ya sus rebaños y, arrastrado por la fiebre lírica de los gitanos, ocupa en 1819 el cargo de director de orquesta de la Corte de Weimar. Pero su cargo lo debe, sin duda, a los precoces triunfos del pequeño Liszt que ha conquistado, a los ocho años, a la aristocracia vienesa.

El ídolo popular vienés es, por entonces, un joven de tallo graso y espíritu melancólico. En las cervecerías le llaman Schwammerl (setita), aunque su verdadero nombre es Schubert.

En aquella Viena feliz triunfan los hombres orondos, como el gran Rossini, sibarita insaciable y exigente. Tiene una panza tan aparatosa que sus adversarios afirman que jamás ha conseguido verse los pies.

En medio de esa Europa redondeada, otoñal y sedentaria, Franz Liszt aparece como un gitano de cabellera agitada y perfil vertical. Sólo hay dos hombres tan estrechos que puedan entrar por la misma puerta: Chopin y Paganini. Pero Chopin es nacionalista y utópico; Paganini, diabólico y romántico. «Cuando Liszt interpreta mis estudios –dice Chopin– me saca fuera de mis honestas ideas».

Franz Liszt no tiene ideas honestas: es un ángel, un gitano, un franciscano enamorado de las rosas fugaces. Fuma más que come. No viaja nunca sin su arcón de puros habanos o largos cigarros de Virginia. A su discípulo Kellermann le dice un día: «¡Un músico debe fumar!». Y, para dar ejemplo, quema doce habanos, uno tras otro, mientras estudia la Fantasía en Do Mayor de Schumann.

La condesa Marie d’Agoult lo encuentra en 1832 y se enamora, nada más verlo: «alto de talla y delgado hasta el exceso, un rostro pálido con grandes ojos de un verde mar donde brillaban fugaces reflejos… un andar indeciso que parecía deslizarse más que apoyarse en el suelo, el aire distraído… Hablaba majestuosamente, de una forma abrupta».

Se apropia de las mujeres por asalto, igual que el gitano. Y no las lleva al matrimonio sino a la aventura, despertando en ellas caprichosas tormentas de deseo y arrepentimiento que son tan refrescantes en la vida de algunas mujeres. La condesa Plater afirma con toda franqueza que «gustosamente elegiría a Chopin como marido y a Liszt como amante». El polaco no le perdonará nunca estas traiciones. De la misma forma, Balzac comete el error de enviarle a Rusia con un recado de amor para la condesa Hanska. Ella, en cuanto lo ve, se enamora como un pajarito goloso de sus labios: «Lo que hay de mejor en él es el suave contorno de su boca; hay algo particularmente dulce, y yo diría incluso seráfico, en esta boca que cuando sonríe hace soñar el cielo». A Eve Hanska le gustan los dandis como Liszt, que tiene una bella colección de chalecos y bastones. Balzac, naturalmente, llega corriendo y se interpone entre ellos: «Guardaos de ese mono –le dice a su novia–, de este saltimbanqui… Es un horrible animal del desierto». Más tarde se vengará cumplidamente de Liszt en su novela Beatrix o los amores forzados, donde lo describe como un pobre artista, devorado por una mujer.

De todas formas, Balzac había descubierto el punto débil de Franz Liszt. Ya su padre, antes de morir, le había dicho: «Tienes un buen corazón, querido Franz, y no careces de inteligencia. Pero cuídate de las mujeres».

Su éxito con las mujeres estriba precisamente en que no tiene medida: es un hombre con un corazón de niño, caprichoso y voluble, apasionado y soñador; justo lo que se necesita para sacarle un «impromptus» a un piano. Un día se dirige al sabio Mignet y le dice: «Enséñeme, por favor, toda la literatura francesa». Cuando se hospeda en el Hotel d’Angleterre, frente a la casa de pianos Erard, en el viejo centro de París, se siente compositor di bravure. Pero le basta mudarse al Hotel de Strasbourg, cerca de Montmartre, para «desear morir lentamente de hambre en el cementerio». Y no necesita más que instalarse frente a la iglesia de San Vicente de Paul para abrir su corazón «a las dulces consolaciones cristianas».

En Weimar se siente, ya en los últimos años de su vida, franciscano y jardinero. La corte le reserva un parterre del jardín para que pueda cultivar sus rosas. «La locura de la Exaltación de la Cruz –escribe en su testamento– era mi verdadera vocación. La he sentido en lo más profundo de mi corazón desde la edad de diecisiete años, cuando pedí con lágrimas y súplicas que me dejasen ingresar en el seminario de París».

Mientras cultiva las rosas de Weimar se va volviendo más vertical. Quizá tiene aún un recuerdo para Marie d’Agoult, la mujer que le dio tres hijos: Blandine, Cósima y Daniel. La condesa se describía a sí misma como una Lorelei de cabellos rubios y ojos azules. Pero ha sido también una mujer vertical… «Enseguida me di cuenta de que era muy fría», dirá George Sand. «Parecía que se había atrapado la cara con una puerta», escribe –cruel y vengativo– Balzac.

Los hijos de Liszt y Marie sufrirán, desde pequeños, este desarraigo familiar. Van naciendo en las etapas del camino, como los hijos de los nómadas. Blandine nace en Ginebra «hija natural de Franz Liszt, profesor de música, de 24 años de edad y de Catherine-Adelaïde Méran, rentista, de 24 años de edad». Ella no sólo utiliza un seudónimo al inscribir a su hija en el registro, sino que se quita seis años. La pobre Blandine se educa en casa de un pastor protestante y morirá joven, a consecuencias de un mal parto. La otra hija, Cósima, nacida en Como el 25 de diciembre de 1837, se casará con el director de orquesta Hans von Bülow, pero será la fiel amante de Wagner. Y el pequeño Daniel nace en Roma y se cría también con una nodriza, lejos de sus padres.

Orfeo en Weimar

Marie d’Agoult, abandonada finalmente por su bello gitano, se consolará en París con Sainte-Beuve, a quien alguien llamó «el consolador de las pasiones extintas». No en vano el feroz crítico acababa de consolar también a Adela, la esposa de Victor Hugo.

Quizá por eso Hugo y Liszt se comprenden. El aparatoso Hugo (a quien su nuevo y fiel amorcito llama Toto) escribe a Weimar una ampulosa misiva saludando a Franz Liszt: «El proscrito de Jersey estrecha la mano al Orfeo de Weimar».

Este juego de motes y seudónimos tiene más importancia de la que parece en la vida de un artista. Porque el arte es también la búsqueda de un nombre oculto: incita a los hombres a comunicarse con el misterioso tetragrama de la creación, dando presencia a las fuerzas misteriosas que animan al mundo. En el origen de todo está la palabra, o quizá sería mejor decir la voz.

De la misma forma que los iniciados egipcios adoptan un nombre secreto al elegir la vía de la iluminación, los patriarcas hebreos cambian su mote tribal al recibir la llamada de Jehová. También Jesús llama piedra a su discípulo Simón Bar Jona. ¿Y no cambian su nombre los cristianos en el momento del bautismo, poniéndose bajo la misteriosa envoltura nominal de un santo protector?

Mozart ha pasado por el mundo firmando sus cartas con un sinfín de motes cómicos: Mozartini, Gnagflow, Trazom, Sauschwanz. Hölderlin vive loco a orillas del Neckar golpeando un piano que tiene las cuerdas cortadas y firmando sus poemas con un mote diabólico: Scardanelli. Wagner firmó algunas de sus cartas como Licurgo (lejos de Esparta). Nietzsche firmará sus últimas cartas: Dionysos o El Crucificado. Franz Liszt es más optimista en la elección de sus nombres y, cuando viaja con Marie d’Agoult y sus hijos por Suiza, se inscribe en un hotel como «Franz, músico, filósofo, procedente de la Duda, nacido en el Parnaso, con destino a la Verdad.»

Pero el nombre tiene, además, especial significado para un discípulo del iluminismo como Liszt. Los masones cambian su nombre al ingresar en la Observancia: Goethe será Abaris; Herder se llamará Damasus Pontifex; Mozart tuvo mil nombres.

Liszt se hace masón en 1841, adoptando la vía humanitaria que triunfa en las logias del sur de Alemania. En el mismo año, naturalmente, recibe la invitación de la Gran Duquesa de Weimar para que se haga cargo de la orquesta de la corte. Y ni siquiera cuando en 1865 recibe la tonsura, después de un corto noviciado en Roma, abandona a sus amigos.

Durante su primera estancia en Weimar se instala en el castillo de Altenburg, manteniendo la vida de dandi que le ha creado una leyenda en toda Europa. Marie d’Agoult, la condesa republicana que le ha guiado como una madre por los salones elegantes, se alarma al ver que se exhibe ya con un escudo heráldico. Viaja en berlina propia, arrastrado por ocho caballos blancos, fumando indolentemente sus habanos o acariciando a cualquier camelia romántica entre cojines de seda. En 1839 recibe en Hungría un sable de honor y se presenta en escena vestido con chaqueta de color cereza, chaleco de seda blanca, pantalón azul con franjas de oro, y botas de cuero cordobés con espuelas. A Marie d’Agoult le propone todavía pasar quince días de amor «en una bella y dulce cámara de terciopelo de orejas de oso, en la que tú serás el terciopelo y yo el oso». Pero sigue corriendo aventuras con todas las bellezas del siglo: la morena Lola Montes, que se considera descendiente de Lord Byron; la fresca Camille Pleyel, pianista de fuga fácil y pronta; Marie Duplessis, la Dama de las Camelias; la marquesa de Caraman (a quien llaman, sin exageración, la marquesa de los cuatro amantes); Valentine de Cessiat, sobrina de Lamartine que se convertirá en esposa y tía a la vez… Conoce a los grandes hombres de su tiempo: discute de filosofía con Heine; da clases de piano a Victor Hugo y a su hija Leopoldine; come con Rossini; interpreta un concierto con Mendelssohn; colabora con Schumann; y escapa corriendo de casa de Lammenais cuando el poeta le pregunta:

– ¿Ha observado usted, amigo Liszt, que el gran paño negro sembrado de lágrimas que cubre los ataúdes es el símbolo de la vida?

Franz es un místico; pero es también un vitalista. «Mi vida de saltimbanqui empieza de nuevo –escribe en 1840–. Arrastro tras mis pasos a una muchedumbre: dos empresarios, una prima donna assoluta, es decir, absolutamente detestable, una cantante simpática y un tenor cualquiera».

Cuando Heine le acusa de ser una veleta ideológica, Liszt responde: «Nuestro siglo está enfermo. ¿No debería recaer este reproche sobre toda nuestra generación?». Y, poco después, vuela ya en su berlina roja y amarilla hacia Madrid para recibir el homenaje de Isabel II que le concede la cruz de Carlos III y le regala una joya de su colección particular. Luego, en un carro tirado por seis caballos, donde transporta su propio piano, atraviesa, como un gitano, los olivares de Andalucía llegando hasta Córdoba.

Aunque a sus ojos superficiales pueda parecer mentira, toda esa aventura existencial le va convirtiendo en un místico. El torbellino le arrastra hacia las vías del amor de la Divina Comedia. «Tú eres Dante y yo soy tu Beatriz», dice en un último intento para retenerle la pobre Marie d’Agoult.

–Las verdaderas mueren muy jóvenes –responde él, brutalmente.

Balzac le detiene un día en la calle y le explica que un hombre necesita siete mujeres. Es el eterno problema de Balzac: añadir personajes a la Comedia humana.

«El amor no es la justicia– escribe, en la vía ya de los iluminados– ni puede confundirse con el deber o el placer (aunque tiene algo de todo eso)». Y añade más explícitamente: «Lo que llaman mi inmenso éxito apenas me consuela de mi tristeza interior».

Pabellón para la última cita de amor

A esta altura de su vida puede analizar, con frialdad de entomólogo, las costumbres eróticas de la mantis Sand: «Se tragaba una mariposa y la aprisionaba en su caja, alimentándola de hierbas y flores: era la fase del amor. Luego la pinchaba con un alfiler, mientras la veía debatirse: era la ruptura, que siempre venía de ella. Luego hacía la vivisección y la disecaba en su colección de héroes de novela».

Liszt ya no es una crisálida: «Ha llegado para mí el momento –declara en 1845– de romper mi crisálida de virtuoso y dar vuelo a mi pensamiento».

La pobre Marie d’Agoult, abandonada por su galán gitano, se siente repentinamente tan voraz como la Sand: cambia su nombre por el de Daniel Stern y escribe una novela, Nélida, en la que destroza a su antiguo amante.

George Sand, que no acepta competencias, la maltrata también a ella en Horace, describiéndola como «una mano de alabastro cargada de sortijas»: la mano que abandonó un gitano.

Antes de que Liszt se instale definitivamente en Weimar, ya la condesa ha presentido el final de su romántica aventura de amor: «Algo me dice –escribe Marie– que esta ciudad será la tumba de nuestro amor».

En realidad hay ya otra mujer en escena: la princesa Iwanowska, esposa de Nicolás de Sayn-Wittgenstein; polaca, erudita, cristiana y campestre.

Mientras estalla la revolución de 1848, ella abandona la estepa rusa y se reúne con Liszt en Weimar. Durante años intentará resolver el problema de su divorcio, instalándose en Roma junto al pianista. Pero, cuando todo parece ya en vías de solución, el terrible gitano prepara su última fuga: se convierte en canónigo.

A partir de 1869 le encontramos instalado en la casa del horticultor-jefe de la corte de Weimar, ocupando el primer piso de este pabellón romántico que se levanta en la Marienstrasse, a la entrada del Parque de Goethe. En los tibios veranos de Weimar va a convertirse en el renovador de la música y en padre de la armonía moderna.

Se levantaba a las cuatro y se encaminaba, en ayunas, a la iglesia, siempre vestido con su levita de abate. Luego, trabajaba y ordenaba la correspondencia. Almorzaba la comida que le traían de las cocinas de la corte, rematando el ágape con copa y puro. Le daba tanta importancia al café que se lo tostaba él mismo en su casa.

Por la tarde aparecían por el viejo pabellón sus ruidosos alumnos. Abundaban, naturalmente, las alumnas, que pasaban un verano en Weimar con el solo propósito de dejarse acariciar los dedos por el abate. Algunas de ellas guardaban en un frasquito misterioso el agua con que se afeitaba. La «banda» –pues éste era el nombre que los buenos burgueses de Weimar daban a aquella tribu de locos– hacía terribles destrozos en la vida del maestro. Pero él los aguantaba, pacientemente, con una ternura de franciscano viejo o de narciso marchito. Un día los jóvenes le robaron la partitura del Christus para venderla en los mercados de lance. En otra ocasión encerraron a un gato en la estufa para acompañar la Sinfonía del Dante. Éste fue, como es lógico, el único pecado que el franciscano no les perdonó.

Otros discípulos, más valiosos pero no menos rebeldes, estaban más lejos. El mejor de ellos, Richard Wagner, no le robaba partituras: se llevó a su hija Cósima. Pero, a cambio, Wagner le proporcionó las mayores alegrías de su vida artística.

Liszt ayudaba a todo el mundo. Isaac Albéniz, que le visitó en esta casa de Weimar, quedó tan impresionado por su personalidad que quiso también ingresar en un convento. «Nadie, excepto yo, cree hoy en el Absoluto», decía a sus amigos.

Y a Wagner le escribe: «¿Has leído a Dante? Es una buena compañía para ti… Déjate convertir a la fe, la única, la verdadera dicha…»

Pero en esta hora de creación y huerto, mientras elige los lirios entre las rosas, no le abandonan los divinos asaltos del amor. La condesa Janina, capitana de una horda de cosacos, llega a su casa, vestida de hombre. Liszt intenta huir: lo hace seguramente por salvar los tapices, por un temor muy gitano de que la cosaca vaya a estropearle sus preciosas colecciones de porcelanas, de bastones, o de vajillas de plata…

Es verdad que hay que romper con las cosas, antes de que ellas nos rompan… Marie d’Agoult es ya una sombra. La princesa Sayn-Wittgenstein se ha convertido en estatua en algún jardín de Roma. Wagner acaba de morir en Venecia. El viejo franciscano se va quedando solo en su casa de Weimar, junto a una cómoda, un ropero con espejo y una toilette de dandi empolvado.

También Daniel, su único hijo varón, se ha ido con las cosas rotas. Su música se va haciendo ya coral, inquietante y misteriosa. En julio de 1886 acude a Bayreuth, donde su nieta Daniela contrae matrimonio con el joven Thode, autor de… una famosa biografía de Francisco de Asís.

Aún da un último concierto en el Casino de Luxemburgo y vuelve a Bayreuth, a fines de julio, enfermo de pulmonía. El domingo 25 de julio de 1886 asiste a una representación del Tristán desde el palco de Wagner. Las sombras le acompañan. El pabellón de amor de Weimar debe estar florecido de lirios.

Cuando el 31 de julio muere en brazos de su hija Cósima deja una herencia de franciscano: una sotana, varias mudas de camisas y seis pañuelos…

Dejó también, en su casa de Weimar, algunos bastones. Yo no me atreví a llevarme aquel que me había ofrecido mi vieja amiga. Y la última vez que he visitado la casa, en el año 2003, pregunté por los bastones. «Estaban muy estropeados –me explicó la nueva encargada del museo. Y los han retirado. Será difícil que vuelvan a arreglarlos».

Si uno no fuera idiota podría tener en casa un bastón de Liszt, aunque sólo fuese para regalarlo a un músico pobre con idea les de dandi. Pero esas cosas van a parar siempre a otras manos: gente seria que no cree en las vanidades de los artistas…

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