El poder de la palabra

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“LA RELACIÓN DE PODER QUE SE ESTABLECE ENTRE EL MÉDICO Y EL PACIENTE SE APOYA EN BUENA PARTE SOBRE EL OSCURANTISMO DE LAS PALABRAS ”

Vivimos, dicen, en la sociedad de la imagen; dominados por la televisión, la pantalla del ordenador o la consola de videojuegos, esclavizados por el poder de las formas y los colores que inundan nuestro entorno. Y sin que ello deje de ser cierto, la palabra, escrita o hablada, sigue manteniendo un oscuro, profundo y con frecuencia inconsciente, poder. La ciencia, especialmente, se cimenta en la palabra y ésta rige su relación con la sociedad. La palabra, que no la imagen, otorga al especialista el aura del saber, sustenta los miedos que la ciencia provoca en los profanos y juega un importante papel en el éxito o el fracaso de cualquier teoría, al menos en cuanto se refiere al éxito popular.

Alguien dijo que un experto es el que domina la terminología propia de una disciplina y con frecuencia la falta de entendimiento entre especialistas quiebra el desarrollo de investigaciones pluridisciplinares, aquellas en las que concurren saberes procedentes de diversos campos. En la vida cotidiana, es patente que buena parte del foso que separa al médico del paciente está construido con el abuso de términos que a éste le resultan incomprensibles: idiopático, nosocomial, anamnesis… y que tienen una traducción vulgar prácticamente exacta (de causa desconocida, hospitalario, historia clínica, en los tres ejemplos citados). Ciertamente, resultaría un empobrecimiento del idioma renunciar a los términos cultos de la medicina, pero la mejora de las relaciones entre los pacientes y los facultativos debería pasar por un acercamiento lingüístico de éstos a la comprensión de aquellos. Un reto difícil de superar si tenemos en cuenta que la relación de poder que se establece entre el médico y el paciente se apoya en buena parte sobre el oscurantismo de las palabras.

La palabra adecuada ha servido, en muchas ocasiones, para popularizar teorías científicas, algunas de ellas mucho más complejas que lo que sugieren los nombres. Es reseñable el caso de la teoría del big-bang, la hipótesis más aceptada acerca del origen y evolución del universo, que debe buena parte de su fama a su estrambótico nombre (cuya traducción, utilizada habitualmente en algunos países hispanohablantes, sería algo así como “gran-pum”). Lo curioso es que el nombre se lo puso, con intención de ser irónicamente despreciativo, el prestigioso astrónomo Fred Hoyle, principal defensor de una teoría alternativa, conocida como “universo estacionario”.

Otras muchas teorías han conseguido ciertas cotas de popularidad gracias a una elección ingeniosa de su nombre. Así ocurre con las teorías del caos, la de juegos o la de las catástrofes. En los tres casos coincide, además, el hecho de que el nombre sugiere aplicaciones que no se corresponden con la realidad. La primera intenta encontrar regularidades en fenómenos aparentemente azarosos, la segunda es un sistema de mejora de decisiones y la tercera intenta modelizar matemáticamente fenómenos naturales discontinuos.

Otro nombre que ha conseguido un inusitado éxito es el de “efecto mariposa”, avalado por la idea de que el aleteo de un insecto en China podría provocar un huracán en Estados Unidos. Tal es la formulación original, pero lo que el meteorólogo estadounidense Edward Lorentz intentaba demostrar era la sensibilidad extrema de algunos parámetros dentro de sistemas complejos, uno de los presupuestos incluidos en las líneas en las que trabaja la teoría del caos.

Pero más allá del papel que las palabras juegan en la popularización de teorías científicas, y que resultan un buen apoyo para el trabajo de los divulgadores, la carga semántica que algunos términos alcanzan sirve también para alimentar los miedos a la tecnología y a sus efectos más indeseables. Durante decenios, los términos nuclear o atómico, han suscitado miedos irracionales no siempre sustentados por los riesgos reales que producen las radiaciones o las reacciones físicas del interior del átomo. Ahora, otros términos basados en el desarrollo de la genética, especialmente palabras como clonación o transgénico, han despertado similares prevenciones.

Pero los especialistas, alertados ya por experiencias anteriores, intentan evitar la bola de nieve que el miedo provoca, inventando términos más inocuos para sus trabajos. Así, la clonación celular se ha convertido en “transferencia nuclear”, y los transgénicos en “organismos genéticamente modificados (OGM)”, eufemismos que pretenden atajar temores y convertir en aceptables técnicas cuya bondad o maldad no depende, en última instancia, de la jerga empleada.

Pero quienes se oponen a la utilización de estas tecnologías también son conscientes de que la batalla se libra en el campo de las imágenes mentales que la opinión pública tiene ya asociadas a la terminología. Sería deseable un debate más científico y menos simbólico sobre estas cuestiones. La verdad está siempre más allá de las palabras con que se reviste.

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