Cuerpo a cuerpo con la naturaleza

0 741

De la pintura de Joaquín Sorolla (1863-1923) ya se ha dicho y escrito casi todo, pero todavía existen algunos aspectos sociológicos de su obra que no han sido suficientemente analizados. Como persona próxima a la Institución Libre de Enseñanza, Sorolla propone a través de sus cuadros una nueva manera de ver la naturaleza en la que, además de resaltar aspectos meramente estéticos, casi siempre se integra de manera armoniosa el ser humano. En aquellos años en que la tuberculosis y otras enfermedades hacen estragos, sobre todo entre la población infantil, el pintor valenciano lanza un mensaje luminoso y vitalista: la naturaleza tiene también cualidades terapéuticas. Si creerá en ello que, cuando su hija María cae enferma de muerte, la acerca a respirar los buenos aires de la sierra de Guadarrama.

Joaquín Fernández, periodista especializado en medio ambiente, tras visitar la reciente exposición dedicada a Sorolla en el Museo del Prado, propone una mirada desde la naturaleza y la salud a la obra del pintor.

La revolución de la luz

Joaquín Fernández

Más de dos millones de personas visitaron la exposición de Sorolla en el Museo del Prado que se clausuró el pasado mes de septiembre. Pudieron ser más, muchos miles más, pero como si de una estrella de rock se tratara las taquillas colgaron el cartel de «no hay billetes» varios días antes del cierre, tras una prórroga y la ampliación del horario hasta las diez de la noche. Lo nunca visto. Ningún otro pintor, hasta la fecha, había provocado en España tal movilización, y es que seguramente nadie gusta tanto y a tantos como el artista valenciano. Sorolla es el pintor de las masas.

Con cierto sonrojo hay que señalar que esta del Prado, en la que hemos podido disfrutar de todas sus obras maestras, ha sido la más completa exposición antológica que nunca se haya dedicado a Sorolla (la anterior fue en 1963) en nuestro país, aprovechando la presencia de los catorce paneles monumentales que con el título genérico de «Visión de España» pintó para la Hispanic Society of America de Nueva York por encargo de su fundador Archer M. Huntington, un mecenas estadounidense enamorado de la cultura española, que había hecho una gran fortuna con la construcción del ferrocarril. Ha sido una ocasión única para ver estas obras que han vuelto a su sede estable de Nueva York. Antes de que recalaran en el Prado habían sido exhibidas también en Valencia y otras ciudades con el mismo éxito de público que se registró en Madrid.

Contra la España negra

Sobre Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia 1863-1923) se ha escrito mucho, y no siempre para bien, pero incluso en el completísimo catálogo de esta exposición del Museo del Prado, en el que participan los mejores expertos en su obra, no se destaca de manera suficiente el interesante entramado ideológico que alimenta su apuesta pictórica y vital. Cuando en las últimas décadas del siglo XIX Sorolla trata de hacerse un hueco en Madrid, los círculos artísticos que marcan la pauta siguen anclados en los viejos cánones que priman en la pintura los argumentos de tipo histórico y religioso.

Desde el principio tuvo claro el pintor valenciano que ése no era su mundo, aunque se sometiera disciplinadamente a él hasta lograr su independencia. De hecho, el primer premio importante de su vida profesional lo obtuvo en la Exposición Nacional de 1884, en la que ganó la segunda medalla, con el cuadro Dos de mayo. Pintaría muchos cuadros más, algunos magníficos, con motivos históricos y religiosos y también se adentraría con fortuna en el realismo social bajo la inspiración del maestro sevillano José Jiménez Aranda (1837-1903), cuya obra Una desgracia (un grupo de gente rodea a un albañil que se cae del andamio) le provocó un gran impacto.

«SOROLLA ES SOBRE TODO UN PINTOR, Y NADA LE IMPORTA TANTO COMO LA EVOLUCIÓN DE SU PROPIO LENGUAJE PICTÓRICO»

Sorolla asume con entusiasmo el nuevo lenguaje del realismo social que le abre nuevas posibilidades expresivas, y en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1892 consigue la primera medalla con ¡Otra Margarita! (en un solitario vagón de tercera clase, vigilada por una pareja de la guardia civil, viaja una joven humilde acusada de un crimen), una de las obras cumbre de este género que, al no ser adquirida como era costumbre por el Estado, fue vendida en Chicago por casi doce mil pesetas, un disparate de dinero.

No menos impacto provocó en 1894 otro cuadro de argumento social titulado ¡Aún dicen que el pescado es caro! (un joven yace tendido en la bodega del barco tras sufrir un accidente durante la faena pesquera) con el que Sorolla expresa su cercanía personal hacia los pescadores. Culminará este brillante período dedicado a la pintura social con ¡Triste herencia! (1899), una obra maestra reconocida internacionalmente que avala de manera definitiva el compromiso sincero del artista con el mundo de los marginados. Y es que la adscripción de Sorolla al realismo social, al igual que su posterior etapa en la que desarrolla temas más lúdicos y esteticistas, no es fruto de la moda ni del oportunismo, sino el resultado coherente de una infatigable trayectoria profesional.

Sorolla es un burgués liberal que muy pronto logra vivir, y vivir bien, de la pintura, al contrario que la mayoría de sus colegas. Amigo de Blasco Ibáñez y de algunos de los principales nombres vinculados a la Institución Libre de Enseñanza, entre ellos el del propio Giner de los Ríos, es una persona sensible a la problemática social de la época, pero busca nuevos caminos. Sorolla es sobre todo pintor, y nada le importa tanto como la evolución de su propio lenguaje pictórico.

Aunque muchos le condenaron al ostracismo cuando los paisajes bucólicos, los jardines recoletos, los niños bañistas y las damas elegantes de Biarritz sustituyeron en sus lienzos a los marginados sociales, es evidente que debió pesar más la envidia y la frustración de sus críticos que la razón objetiva. A pesar de las apariencias, Sorolla no se había convertido de repente en un escapista reaccionario sino que probablemente fuera más revolucionario que nunca, pues hizo la revolución de la luz en la pintura y, en cierto modo, puede decirse que también quiso trasladar esa luminosidad cegadora de sus cuadros a una sociedad empobrecida, triste y gris que en absoluto considera irrecuperable. La luz como metáfora de redención social. Contra la España negra y tenebrista, contra los guardianes de la más rancia ortodoxia, contra los meapilas, contra los aguafiestas que sólo ven el cuerpo como fuente de pecado, contra la progresía doliente que se regodea en la desgracia, Sorolla propone un deslumbramiento gozoso e invita a participar de su optimismo, o sea, de la luz. Él mismo lo explica con no poca ironía:

«Hemos tenido en la pintura una época que podemos designar con el nombre de épica, en la que todos nos dedicábamos casi exclusivamente a enterrar reyes. Vino después una sana corriente de naturalismo: el placer de vivir (…) Pero vino amargada por una oleada literaria negra, tal y tan grande, que influido por ella, llegaba uno a dudar hasta si al nacerle un hijo debía darle in tiro o dejar que viviera. En el reinado de esta oleada estamos aún. Esa manera pesimista de la literatura invadió también el campo de mi arte. Casi no hay libro donde no se encuentre un neurasténico ni cuadro donde no se muestre un enfermo. Pues bien: yo, en medio de esa oleada de tristeza, siento un gran optimismo (…) Mi pueblo no puede vivir y no vivirá en esa falsa atmósfera de arte y de literatura. No pretendo yo que se le lleve a un nuevo engaño pintándole nuestro país como el único y el mejor del mundo en todos los órdenes. Pero tampoco es verdad que esté España en un estado tan lamentable (…)».

El optimismo es más fácil desde su acomodada posición, pero no hay asomo de cinismo en su acerada crítica sino una sincera invitación a salir del aturdimiento, a gozar de la vida, a disfrutar de la naturaleza como él mismo hacía. El agua, la lluvia, el viento, el cielo, el mar, la montaña, los jardines… También se necesitan para ello recursos económicos, pero se trata sobre todo de promover un cambio cultural, de afrontar la vida y los problemas con actitudes más vitalistas y alegres, abandonando ese pesimismo sombrío que, hasta el momento, tampoco había dado demasiados resultados.

«NO SE HABÍA CONVERTIDO DE REPENTE EN UN ESCAPISTA REACCIONARIO SINO QUE PROBABLEMENTE FUERA MÁS REVOLUCIONARIO QUE NUNCA, PUES HIZO LA REVOLUCIÓN DE LA LUZ EN LA PINTURA»

Pintar y vivir al aire libre

España era, en efecto, un país triste, donde la mayoría de las viviendas estaban en condiciones insalubres, siempre de espaldas al sol. Incluso las escuelas eran infectas y una buena parte de la población infantil padecía de raquitismo o de tuberculosis. Por eso la Institución Libre de Enseñanza y otras entidades públicas y privadas promovieron el acercamiento a la naturaleza con el excursionismo y las colonias infantiles de mar y de montaña a las que iban los niños más desfavorecidos. La naturaleza hospital que curaba de muchos males y proporcionaba un sinfín de goces. Sorolla lo sabía, lo practicaba y lo recomendaba en sus cuadros. Desde este punto de vista podemos decir que su pintura era también una pintura terapéutica, pura medicina.

Aun sintiéndose mediterráneo hasta la médula (fue precursor de la mediterraneidad), Sorolla conoció y degustó otros paisajes, como el de la sierra de Guadarrama, tan próxima a Madrid. Fue en su entorno, en Cercedilla, donde dio su último suspiro, y fue ahí también, concretamente en la finca «La Angorilla» del Pardo, donde pintó uno de sus cuadros más hermosos y sentidos que avala de manera inequívoca lo anteriormente escrito. Se trata de La convalecencia de mi hija (María en el Pardo) de 1907. Es el primer cuadro de María al aire libre, de espaldas al Guadarrama. Estaba convaleciente de tuberculosis y el médico le había recetado el aire seco de la sierra. «Ay, Pedro de mi alma, cuánto lloro al mirarla, es una sombra de lo que fue», confiesa un Sorolla entristecido. Ese año volverá a pintar a su hija, ya a salvo, y a su mujer, en La Granja (Segovia), donde también posará para él Alfonso XIII.

Ese mismo sentimiento de dolor ante la enfermedad de su hija lo había expresado años atrás al contemplar la escena que dio lugar al citado cuadro de 1899 ¡Triste herencia!: «Un día, estaba yo trabajando de lleno en uno de mis estudios de la pesca valenciana, cuando descubrí lejos unos cuantos muchachos desnudos dentro, y a la orilla del mar y vigilándolos la vigorosa figura de un fraile. Parece ser que eran los acogidos del hospital de San Juan de Dios, el más triste desecho de la sociedad: ciegos, locos, tullidos y leprosos. No puedo explicarle a usted cuánto me impresionaron, tanto que no perdí tiempo para obtener un permiso para trabajar sobre el terreno, y allí mismo, al lado de la orilla del agua, hice mi pintura».

Más adelante pintará Sorolla otros muchos cuadros de niños en la playa, casi siempre con los cuerpos desnudos (las niñas suelen aparecer con una bata), en los que se reflejan de manera magistral las luces del sol y del agua, una serie que culminará en 1909 con Chicos en la playa. De ese año es también El baño del caballo, uno de sus cuadros más emblemáticos, pintado en la playa del Cabañal con una fuerza visual tan potente como conmovedora. Sorolla propone el contacto directo con la naturaleza, cuerpo a cuerpo.

Por sus relaciones con los institucionistas, Sorolla debía de estar al tanto de las nuevas corrientes pedagógicas que, en el último tercio del siglo XIX, se extendieron por Europa y otras latitudes (Tagore en la India) preconizando el juego y las vivencias en la naturaleza. Además de las excursiones, se defiende la necesidad de instalar al lado de las escuelas huertos y jardines donde los niños puedan realizar prácticas: «(…) trabajando y jugando el niño será labrador y botánico, entomólogo y disecador; y gozará intentando dibujar la planta que creó con su esfuerzo (…)», escribe con entusiasmo Dionisio Pérez en ABC, al mismo tiempo que el doctor V. L. Ferrándiz recomendaba en su obra «Solaire. La cura por el sol y el aire»: «Siempre que haya ocasión propicia dejemos a los niños revolcarse por la arena de la playa, por la hojarasca del monte o el césped de los prados». Pero no sólo los niños, porque el movimiento naturista y nudista que, por cierto, fue en Cataluña y en la Comunidad valenciana, especialmente en Alicante, donde tendría más seguidores, propiciaba esas mismas prácticas.

«SOROLLA PROPONE UN DESLUMBRAMIENTO GOZOSO E INVITA A PARTICIPAR DE SU OPTIMISMO, O SEA, DE LA LUZ»

Téngase en cuenta que estos movimientos de renovación pedagógica se producen en un contexto de duro enfrentamiento ideológico entre las corrientes laicas y la Iglesia católica que no quiere perder el monopolio de la enseñanza, aunque sí asume algunos de estos postulados. Es el caso de las Escuelas del Ave María (1889), promovidas por el sacerdote Andrés Manjón a partir de una experiencia pionera en un carmen cercano al río Darro de Granada. «La escuela -anota en su diario- debe poner en disposición de gustar, entender y saborear la belleza del arte y de la naturaleza». Ya en 1893, Jiménez Aranda, amigo y maestro de Sorolla, había pintado Pequeños naturistas, un hermoso lienzo en el que un grupo de niños observan sobre el suelo la evolución de un escarabajo.

La pintura luminosa y vitalista del artista valenciano sintoniza plenamente con este ideario. La escuela al aire libre y las escuelas de pintura también. Unos años antes de que pintara El baño del caballo, escribe Sorolla a Blasco Ibáñez inflamado de mediterraneidad y de espíritu panhelénico: «Construiré en la misma orilla (del Cabañal) una gran casa, una casa de artista, y allí vendrán mis discípulos y formaremos una colonia, una escuela de pintura revolucionaria, la pintura al aire libre, sin estudios ni artificios, y tú vendrás también allí a escribir novelas… Ya verás cómo hacemos de Valencia una Atenas».

«SOROLLA DEBÍA DE ESTAR AL TANTO DE LAS NUEVAS CORRIENTES PEDAGÓGICAS QUE, EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX, SE EXTENDIERON POR EUROPA Y OTRAS LATITUDES (TAGORE EN LA INDIA) PRECONIZANDO EL JUEGO Y LAS VIVENCIAS EN LA NATURALEZA»

Precisamente gracias a los esfuerzos de algunos profesores vinculados a la Institución Libre de Enseñanza, la Universidad de Oviedo era conocida como la Atenas del Norte. Fueron estos profesores los que pusieron en marcha las Universidades Populares y los primeros que difundieron en España el espíritu olímpico. Tres de ellos, Adolfo Posada, Adolfo Álvarez Buylla y Aniceto Sela, asistieron en 1894 al Congreso celebrado en París para el restablecimiento de los Juegos Olímpicos.

Renovar la educación

«La armonía de los elementos que integran al hombre es tal -dijo Álvarez Buylla en la inauguración del curso universitario de 1888-, que la educación no puede descuidar ninguno de ellos (…) No debemos perder de vista la importancia de la educación corporal en todas las edades, muy particularmente en el período de la infancia y en el de la adolescencia (…)». Este amplio movimiento, que llegará hasta la guerra civil de 1936, trata de renovar la educación para cambiar la vida y conseguir también una sociedad más justa, más sana y más alegre. Todo ello está presente en los lienzos de colores encendidos que Sorolla pintará en este período supuestamente frívolo.

Una de las salas de la exposición del Prado estaba dedicada a la pintura de paisaje. Citaba antes la sierra de Guadarrama, pero Sorolla viajó por toda España para captar las diferentes variedades de luz. Estuvo en Asturias, en Galicia, en Granada, donde quedó entusiasmado por la visión de Sierra Nevada desde la ciudad, en Toledo, etc. Nada le gustaba tanto como las costas de Jávea, pero supo captar con idéntica maestría las brumas norteñas. Curiosamente, Sorolla tuvo conexiones de amistad y de estilo con algunos pintores nórdicos que había descubierto en sus viajes a París. Su eterno argumento era la luz, sobre todo la luz cegadora de Levante, pero también supo degustar y plasmar en sus lienzos las luces tamizadas de lluvias y nieblas del Cantábrico. Fue un adelantado del pluralismo paisajístico.

Joaquín Sorolla y Bastida

Nació en Valencia el 27 de febrero

de 1863. En 1865, con pocos días de diferencia, mueren sus padres de cólera y él y su hermana son adoptados por una tía de la madre. Desde pequeño muestra sus cualidades para el dibujo y en 1878 ingresa en la Escuela de Bellas Artes de Valencia. Cuando termina sus estudios, visita por primera vez el Museo del Prado donde le entusiasma especialmente la obra de Velázquez. En 1885 llega a Roma donde tendrá una intensa actividad artística. Tres años después contrae matrimonio con Clotilde García del Castillo y en 1889 regresan ambos definitivamente a España para instalarse en Madrid, aunque viajan con mucha frecuencia a Valencia.

Tras algunas incomprensiones, muy pronto será reconocido, tanto en España, como en Europa o en Estados Unidos. En un viaje a París, donde expone en 1900, conoce a los pintores John S. Sargent, Giovanni Boldini y Anders Zorn, con quienes inicia una buena amistad. Cuatro años después expone en Nueva York, Buffalo y Boston y logra vender casi todas sus obras. Además, establece contacto con el fundador de la Hispanic Society of America, que será definitivo para su lanzamiento internacional. Trabajador infatigable, Sorolla dejará una amplísima producción, a pesar de morir relativamente joven, en 1923, con tan sólo sesenta años.

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.