Cigüeñas de Cáceres

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Sus nidos ocupan las torres de las iglesias, las cornisas de los palacios y hasta alguna que otra grúa de construcción. Cuando la luz de la tarde se va apagando, regresan y sobrevuelan una ciudad que parece detenida en el tiempo, un laberinto de callejuelas medievales y renacentistas que las cigüeñas observan desde lo alto impasibles, inmóviles, como estatuas recortadas contra el cielo. Son las señoras y dueñas del casco antiguo de Cáceres. Su símbolo.

«Por San Blas, la cigüeña verás, y si no la vieres, año de nieves». La fecha, el 3 de febrero, marca aproximadamente la mitad del período que transcurre entre el solsti-cio de invierno y el equinoccio de pri-mavera; así que, según el saber popular, basta con mirar al cielo y comprobar si las cigüeñas han vuelto de África para prede-cir si el frío invernal continuará unas cuan-tas semanas más.

Ese regreso temprano anticipa la lle-gada del buen tiempo. Por eso la cigüeña es símbolo de buena suerte y prosperidad, sobre todo para la agricultura. Incluso el simbolismo cristiano establece un parale-lismo entre la llegada de estas aves y la fiesta de la Resurrección de Cristo. Pero también encarna otras ideas en distintas partes del mundo. En China, por ejemplo, simboliza la longevidad, y en otras regio-nes ven en su pose sobre una sola pata una imagen que evoca dignidad, reflexión y meditación.

En la cultura popular actual su función como portadora de recién nacidos es la ima-gen más extendida, aunque hoy día deben de ser muy pocos los padres que explican a sus hijos que la cigüeña trae a los bebés en su pico desde París, una idea que procede, según algunas fuentes, de ciertos cuentos infantiles de Alemania y los Países Bajos.

Lo que está ocurriendo en Cáceres desde hace unos años es que siempre se ven cigüeñas el día de San Blas, puesto que esta especie ha cambiado sus rutinas migra-torias. Aunque la mayoría de ellas siguen marchando a África en busca de un clima más cálido donde pasar el invierno, alre-dedor de una de cada diez parejas se queda en la provincia y otra nada desdeñable pro-porción simplemente se traslada un poco más al sur -Andalucía o Badajoz-, donde el invierno es menos frío. ¿Por qué? Tal vez el cambio climático junto con la posi-bilidad de disponer de abundante alimento en embalses y vertederos.

La cigüeña blanca es una especie pro-tegida que en los últimos años ha creci-do en número de una manera apabullante en Extremadura. Es fácil comprobarlo mirando a lo alto en Cáceres, que cuenta con la mayor colonia de España en el inte-rior de un casco urbano. De 39 parejas que se contabilizaron en 1989, pasaron a ser 160 en censo de 2004. A estas alturas son muchas más si uno tiene en cuenta que ya no solamente ubican sus nidos en lo alto de campanarios y torres del casco antiguo, sino en azoteas y cornisas de bloques de pisos de la ciudad moderna, en postes eléc-tricos y en árboles lo suficientemente ro-bustos como para soportar el peso.

Una de las soluciones para favorecer su reproducción fue crear bosques de postes con plataformas metálicas que contienen unas pocas ramas, destinadas a atraer a nuevas parejas. En la carretera que va hacia Malpartida de Cáceres, a pocos kilóme-tros de la capital de la provincia, puede verse uno de esos bosques artificiales co-ronados de nidos. También en la zona de Los Barruecos, muy cerca de Malpartida, localidad que celebra cada primavera la Semana de la Cigüeña con múltiples acti-vidades de educación ambiental.

Su presencia se extiende a toda la provincia, en la que se contaron más de

7.000 parejas en el censo de hace cinco años. Está claro que la cifra habrá aumen-tado en varios miles desde entonces, porque la cigüeña convive sin problemas con el ser humano. De hecho, parece que lo ignore por completo, sin ni siquiera diri-girle la mirada desde las alturas. Cada pri-mavera, el aire de la llamada «Villa de los Mil y un Escudos», tal como se conoce a Cáceres por el gran número de blasones que puede verse en fachadas e interiores de los edificios históricos, se llena de los característicos sonidos que utilizan las cigüeñas para comunicarse, echando el cuello hacia atrás en un escorzo que parece imposible y castañeteando el pico. Es lo que se conoce como crotoreo y que los extremeños llaman coloquialmente «machacar el ajo» o «hacer el gazpacho».

Una maravilla desconocida

Su presencia en la ciudad vieja de Cáceres es tan llamativa que se ha convertido en el símbolo de la «Vetusta del Sur», como la llamó Clarín. En la plaza de San Jorge, un par de tiendas de recuerdos, donde los car-teles rezan que hay «agua MU fría», se exponen muñecos de peluche de cigüeñas de todos los tamaños, algunas con un pa-ñuelo al cuello con el nombre de la ciudad.

La figura de este pájaro es, pues, emba-jador en una villa majestuosa que no ha encontrado un monumento único que la represente. Es todo el casco antiguo en su conjunto lo que asombra al visitante y no una única torre o una única iglesia. Si pre-guntamos a cualquiera que cite algo emble-mático de Granada, rápidamente le vendrá a la cabeza la Alhambra; de Barcelona, la Sagrada Familia; de Sevilla, la Giralda; de Burgos, su catedral. Pero ¿de Cáce-res? No sería de extrañar que la mayoría se quedara en blanco. Porque es el todo y no la parte. La UNESCO considera Cáce-res el tercer conjunto monumental más importante de Europa, por detrás de Praga y Tallin. Pero la ciudad extremeña, a pesar de que atrae cada año a miles de turistas, sigue siendo una maravilla desconocida incluso para muchos españoles.

La UNESCO declaró su conjunto monumental Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1986. Y los cacereños tie-nen tan claro el valor de su ciudad que aspi-ran a que sea Capital Europea de la Cultura 2016. De conseguirlo, alcanzaría un reco-nocimiento internacional más que mere-cido. «Quizá sea lo que Cáceres necesita para conquistar Europa y especialmen-te, para que Europa invada Cáceres a tra-vés de sus artistas y sus obras», declaran los promotores de la candidatura. Sin embargo, no lo tiene fácil, puesto que compite con otras quince ciudades españolas y ocho polacas.

Cuenta con la ventaja de haber sido un enclave en el que han dejado huella roma-nos, visigodos, árabes, judíos y cristianos. La mejor manera de conocer Cáceres es perderse por sus callejuelas y plazas. Buena parte de los edificios de su recinto amu-rallado son medievales y renacentistas, iglesias y palacios de señores que se enfren-taron unos a otros a lo largo de siglos y siglos. Los Ovando, los Solís, los Carvajal, los Golfines…, fueron familias que pelea-ron abierta o soterradamente para domi-nar el panorama y ganarse el favor del monarca de turno. Es curiosa la historia de la llamada, precisamente, torre de las Cigüeñas, la del palacio de los Cáceres-Ovando, a quienes Isabel la Católica per-mitió construir la torre más alta de la ciudad por haberla apoyado en su lucha por el trono frente a Juana la Beltraneja. La reina Isabel ordenó «desmochar» -destruir las almenas y reducir la altura- las torres de todos los demás palacios, cuyos señores habían intrigado en su contra.

LA FIGURA DE ESTE PÁJARO ES, PUES, EMBAJADOR EN UNA VILLA MAJESTUOSA QUE NO HA ENCONTRADO UN MONUMENTO ÚNICO QUE LA REPRESENTE. ES TODO EL CASCO ANTIGUO EN SU CONJUNTO LO QUE ASOMBRA AL VISITANTE Y NO UNA ÚNICA TORRE

Fue la misma reina quien hizo redactar las Ordenanzas de 1477 destinadas a pacificar a los bandos que se habían formado en la ciudad. Unos siglos atrás, el ejército de Alfonso IX reconquistó Cáceres. Fue el 23 de abril de 1229, fecha que marca el que san Jorge sea su patrón. La ciudad atrajo a gentes de todas partes, que acabaron for-mando dos concejos distintos que no deja-ban de pelearse. Por un lado, los leoneses -entre los que hay que incluir a gallegos y asturianos- ocupaban el barrio de San Mateo en lo alto de la ciudad antigua, mientras que los castellanos habitaban el barrio de Santa María en la parte baja. La real pacificación condujo a la calma y a la prosperidad de la villa, y las fortunas de las familias que se enriquecieron con el des-cubrimiento de América propiciaron esa monumentalidad que hoy día deja boquia-bierto al visitante.

Pero muchos siglos antes de que los conquistadores extremeños cruzaran el Atlántico, por allí correteaban los romanos. Fue hacia el siglo I a.C. cuando establecieron campamentos junto a la colina sobre la que acabarían construyendo la colonia Norba Caesarina en época de Julio César. De ese tiempo hay pocos restos, pero algo queda, como el arco de Cristo y el llamado Genio Andrógino que durante mucho tiempo se pensó que era la diosa Ceres.

De la ocupación árabe se ha conservado bastante más. Torres defensivas, fragmen-tos de la muralla y, como joya de la corona, el aljibe que se encuentra bajo el palacio de las Veletas, hoy museo de Cáceres. En la ciudad hay muchos de estos depósitos de agua, esenciales en una colonia por la que no pasa ningún río, aunque posea un buen entramado de corrientes subterráneas. Pero este aljibe almohade del siglo XII se lleva la palma por ser único en toda Europa y úni-camente superado por el aljibe bizantino de Estambul. Excavado en parte en la roca natural, ha recogido durante más de ocho siglos el agua de la lluvia. Dieciséis arcos de herradura sobre una docena de colum-nas, alguna de época romana, forman las cinco bóvedas que cubren un espacio de diez metros por quince.

Los musulmanes construyeron también una torre que hizo historia. En uno de los lados de la plaza Mayor se alza la torre de Bujaco, una edificación defensiva típica-mente árabe que toma su nombre del califa almohade Abu Ya’qub. Resulta que el rey Fernando II de León consiguió arrebatar la ciudad a los musulmanes en 1169. Los cristianos crearon entonces una orden mili-tar y religiosa, los llamados Fratres de Cáce-res, que más tarde fueron conocidos como Hermanos de la Espada. Su misión: defen-der aquel asentamiento estratégico. Pero no aguantaron mucho tiempo, ya que en 1173 los árabes la reconquistaron y, en esa misma torre que pueden ver los cace-reños desde las terrazas de la plaza, el tal Abu Ya’qub pasó a cuchillo a los cuarenta fratres que la defendían.

Al lado de la torre de Bujaco tenemos el mejor punto de partida para adentrarse en el casco monumental, la puerta de la Estrella. Allí se abrió en el siglo XV una entrada por donde pudieran pasar los carruajes desde la plaza Mayor al recinto amurallado. En ese lugar es donde los Reyes Católicos juraron los fueros y otor-gados a la ciudad. Primero lo hizo Isabel en 1477, y dos años después Fernando. Pero lo más curioso de esa puerta, su forma oblicua, es fruto de una reconstrucción muy posterior, pensada para que los carruajes pudieran girar fácilmente hacia la izquierda con destino al palacio de uno de los nobles influyentes de la villa.

Medieval y renacentista

Atravesadas las murallas, el visitante se aden-tra en un auténtico escenario medieval y renacentista. En todo el conjunto monu-mental apenas hay un par de tiendas de recuerdos, un parador y unos pocos restau-rantes integrados perfectamente en el pai-saje de piedra y calles empedradas. Sin coches, sin semáforos, sin ruidos que vayan más allá que la guitarra del músico ambu-lante, las campanas y el crotoreo de las cigüe-ñas. Iglesias y palacios con espectaculares balcones esquinados acogen museos, cen-tros culturales y se han convertido en sedes de organismos oficiales. La vista es espec-tacular desde el campanario de la concate-dral de Santa María. Las torres blancas de la iglesia jesuita de San Francisco Javier hacen sombra sobre la recogida plaza de San Jorge. Cuesta arriba se alcanza la plaza de San Mateo y la de las Veletas, enclaves que se han mantenido prácticamente intactos a lo largo de los siglos. Ideales para rodar pelí-culas históricas.

Cáceres ha sido plató de algunas bien memorables. Paul Verhoeven la retrató en Los señores del acero (1985). Dos décadas antes luchó en ella Alain Delon encarnando a El tulipán negro (1964). Y más reciente-mente fue testigo de los éxtasis de Teresa, el cuerpo de Cristo (2007). Las empinadas callejuelas de la antigua judería conducen camino abajo hasta aquel arco de Cristo que los romanos construyeron antes de que naciera quien le da nombre. Y un poco más allá, la calle de la Amargura -como la del dicho popular- nos trae de vuelta junto a la concatedral, en un paseo inolvidable ba-jo la mirada indiferente de las cigüeñas.

Los Barruecos, monumento natural

Cerca de Malpartida de Cáceres las cigüeñas blancas campan a sus anchas. Allí se encuentran Los Barruecos, un paraje que la Junta de Extremadura declaró Monumento Natural en 1996 con el objetivo de preservarlo para las generaciones futuras. Varias charcas, consecuencia del represamiento del río Salor, en las que crece abundante flora y fauna, sobre todo aves, configuran un paisaje singular en el que destacan grandes masas rocosas El granito erosionado por los siglos ha dado lugar a formas monolíticas globulares que los lugareños llaman «bolos». Parecen esculturas talladas por la naturaleza que la imaginación popular no tardó en bautizarlas como las Peñas del Tesoro, el Águila o la Seta.

Sobre estas peñas propias de ciudad encantada tienen sus nidos docenas y docenas de cigüeñas que también se han erigido en dueñas del lugar. Un paisaje que entusiasmó al artista alemán Wolf Vostell, quien decidió abrir aquí su museo. El que fuera iniciador del movimiento Flexus y padre del happening en Europa dejó en Los Barruecos sus impactantes esculturas conceptuales en las que los automóviles se transforman en obra de arte, en elemento de reflexión. Si la naturaleza impresiona, en no menor medida lo hace la obra de 16 metros de altura creada con el fuselaje de un avión ruso, dos coches, tres pianos y unos cuantos monitores de ordenador. Su título tampoco tiene desperdicio: ¿Por qué el proceso entre Pilatos y Jesús duró sólo dos minutos? ¡Cómo no!, con un nido de cigüeña en lo alto.

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