Arte y naturaleza

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La naturaleza no rechaza el arte, pero tampoco lo necesita. El Bosque de Oma, del pintor Agustín Ibarrola en Kortézubi (Vizcaya), por citar un ejemplo conocido, resulta bello e ingenioso, aunque es del todo prescindible. ¿Necesita un árbol o un bosque de unas figuras geométricas de colores en sus troncos para resaltar su belleza? Seguramente, la naturaleza es indiferente a nuestra genialidad estética. El artista casi nunca la ayuda, sino que suele servirse de ella aun con la más noble intención. ¿Qué ha ganado la playa donostiarra de Ondarreta con El peine de los vientos? ¿Necesitaba esta obra Eduardo Chillida para que reconociéramos la genialidad de su arte? Ambas cuestiones pueden responderse de manera negativa aun con la duda de si, finalmente, esas figuras de acero han acabado por embellecer la visión de la costa.

Entre quienes destacaron en los siglos pasados por su defensa de la naturaleza predominaba la idea de que esta era sagrada por ser obra de Dios y, por tanto, debía respetarse. En otro senti-do, de la naturaleza hicieron también un santuario los trascendentalistas norteamericanos (Emerson, Thoreau) en el siglo XIX y su influencia ha llegado hasta nuestros días. El ecologismo moderno no tiene necesariamente una visión sacralizada de la naturaleza, lo cual no impide que la defienda de tantas agresiones intolerables con mayor eficacia que en ningún otro momento histórico.

En la arquitectura moderna se ha generalizado la idea de que es posible mejorar la naturaleza con determinadas intervenciones y así se dice de algunas obras que han sido perfectamente integradas en el paisaje. Por supuesto, las cosas se pueden hacer de muchas maneras y si un artista, un arquitecto o un urbanista actúa en su entorno partiendo del respeto y del buen gusto y tratando de hacer las cosas de la mejor manera posible y de evitar aberraciones injustificables, pues todos saldremos ganando. La naturaleza también, por supuesto, pero ¿a qué vienen esas certezas sobre la compatibilidad de una construcción o de muchas con el terreno que la sostiene y la rodea? ¿No suena demasiado pretencioso?

¿Imita la naturaleza al arte o el arte imita a la naturaleza? De lo segundo caben pocas dudas, pues la presencia de la naturaleza en la historia del arte, por imitación o por inspiración, es abrumadora. En cuanto a que la naturaleza imite al arte no deja de ser una frase ingeniosa para resaltar el alto grado de desarrollo estético que ha alcanzado la humanidad, pero tampoco debe interpretarse literalmente. Es como cuando decimos que una rosa de plástico parece natural para resaltar la perfección técnica del artesano (habría que decir del chino) o de la máquina que la fabricó. Ni imita al arte ni necesita del artista. La naturaleza va sobrada. En eso sí diría que coincidimos.

«¿POR QUÉ EMPEÑARSE EN MEJORAR (¿?) CON NUESTRO ARTE UN BOSQUE O UN TROZO DE COSTA VÍRGENES, O CASI, CUANDO TANTOS OTROS LUGARES HABITADOS POR EL HORROR REQUIEREN EL GENIO Y EL ESFUERZO DE LOS PROFESIONALES DEL ARTE?»

Sale a relucir Chillida precisamente ahora que ese maravilloso espacio inventado por él y los suyos, el museo Chillida Leku de Hernani (Guipúzcoa), ha tenido que cerrar por falta de recursos económicos. Y ahora también que vuelve a hablarse de poner en marcha el polémico proyecto que el artista vasco había diseñado para la montaña de Tindaya, en la isla canaria de Fuerteventura. ¿Estamos hablando de la misma cosa? Yo creo que no. El Chillida Leku es una pradería cuidada, sin especiales valores ecológicos, en la que se han colocado con exquisito gusto algunas obras de gran formato del artista sin ninguna otra intervención que lo modificara de manera significativa, mientras que, en el caso de Tindaya, se trataría de horadar una montaña en un paraje solitario del que muchos han destacado sus valores culturales y naturales. No quiero pronunciarme sobre el asunto, simplemente marco las diferencias.

Por todo el mundo han proliferado en los últimos años experiencias estéticas similares a la del museo Chillida Leku. Una de las más afortunadas en España y anterior a aquélla es el museo de Arte Contemporáneo de Montenmedio, un espacio de arte al aire libre cuyas obras (esculturas firmadas por nombres de prestigiosos artistas) están desperdigadas por las 500 hectáreas de una hermosa dehesa en el municipio gaditano de Vejer de la Frontera. Estas esculturas, en la mayoría de los casos, han sido encargadas expresamente para un lugar concreto. Existen ejemplos similares en Estados Unidos, en Brasil y en otros países. ¿Una escultura de acero en un paraje natural? Bueno, es posible y hasta puede resultar hermoso, pero ¿por qué no nos planteamos lo difícil?

El desarrollo industrial en las últimas décadas ha generado en todo el mundo infinidad de zonas degradas cuya recuperación al punto de origen, si es que se propusiera, sería en muchos casos imposible, pero sí caben actuaciones de mejora en las que los artistas tendrían mucho que decir y, sobre todo, mucho que hacer e inventar. Hay experiencias emblemáticas en este sentido, por ejemplo en antiguas canteras, pero se necesitan muchas más porque medio planeta está patas arriba. ¿Por qué empeñarse en mejorar (¿?) con nuestro arte un bosque o un trozo de costa vírgenes, o casi, cuando tantos otros lugares habitados por el horror (y desgraciadamente también por gente) requieren el genio y el esfuerzo de los profesionales del arte? En estos casos no existen dudas, la acción humana puede mejorar la naturaleza, sobre todo la naturaleza degradada.

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