Salud para todos

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“MUCHOS DE LOS PAÍSES AFECTADOS VIENEN RECLAMANDO EL DERECHO A PRODUCIR POR SÍ MISMOS, O A IMPORTAR EN FORMA DE GENÉRICOS, LOS FÁRMACOS QUE PERMITEN TRATAR EL SIDA, Y QUE RESULTAN TREMENDAMENTE CAROS”

Millones de personas mueren cada año en los países en vías de desarrollo por enfermedades que tienen curación, o contra las cuales sería relativamente sencillo encontrar medidas terapéuticas adecuadas. El sida es el caso más acuciante, ya que mientras en los países occidentales disminuye el número de infectados, y la enfermedad se ha convertido en crónica, permitiendo una calidad de vida aceptable, en África la pandemia no deja de crecer y provoca cada año más de dos millones de muertes. Muchos de los países afectados vienen reclamando el derecho a producir por sí mismos, o a importar en forma de genéricos, los fármacos que permiten tratar el sida, y que resultan tremendamente caros. Su posición está apoyada por organizaciones y personas que, desde el primer mundo, contemplan esta tragedia como una muestra de la irracionalidad e injusticia de nuestro mundo.

En noviembre del 2001, durante la reunión que la Organización Mundial de Comercio celebró en Doha (Qatar), se adoptó el acuerdo de reconocer el derecho de los países en vías de desarrollo a tomar medidas excepcionales en caso de grave amenaza para la salud de sus ciudadanos, incluso contraviniendo los derechos de patente reconocidos internacionalmente. Pero convertir este acuerdo declarativo en una vía efectiva de atajar el problema sigue sufriendo las rémoras que impone la burocracia internacional. De hecho, este verano se logró un acuerdo de principio, en esta línea, que debía ratificarse en la cumbre de Cancún, a principios de septiembre, cuyo fracaso vuelve a dejar todo en la incertidumbre.

Al margen de estos avances y retrocesos, el Programa de Naciones Unidas contra el sida, Onusida, patrocinó un acuerdo con cinco de los seis grandes laboratorios que elaboran fármacos retrovirales contra el sida para venderlos con importantes descuentos en estos países, y ha puesto en marcha un programa experimental en Uganda que supone el suministro a precio de coste de estos fármacos. Aun así, tan solo el 1 por 100 de los ugandeses afectados por la enfermedad está siguiendo un tratamiento adecuado.

Y es que aunque se calcula que el coste anual del tratamiento por paciente puede quedar reducido a 300 dólares, cuando hasta hace poco era de unos 10.000 euros en los países occidentales, sigue siendo una cifra inalcanzable para la mayor parte de los afectados en el África subsahariana. Además, o quizás precisamente por esa carencia de recursos, estos fármacos han empezado a ser objeto de tráfico comercial ilegal. Al parecer, algunos de los que los reciben a un bajo precio prefieren convertirlos en fuente de ingresos más que de salud, y los venden a grupos mafiosos que los reexportan, habiéndose ya detectado su presencia en los Países Bajos.

Este fenómeno pone en evidencia, una vez más, que aunque la solución del problema pasa por la colaboración de las multinacionales del sector y de los gobiernos occidentales, otra buena parte descansa en la transformación de las estructuras sociales, políticas y económicas de los propios países afectados. La solución no es, desde luego, tan sencilla como algunos piensan. No basta con despojar a las empresas de sus derechos y liberalizar la producción de medicamentos.

Y es que desarrollar un nuevo fármaco no es tarea sencilla. De media, se precisa entre 15 y 20 años de investigación, una inversión de unos mil millones de euros y un laborioso proceso que se inicia probando millones de sustancias hasta encontrar las que parecen tener cierta actividad biológica en una patología determinada, se desarrolla estudiando con precisión las moléculas, purificándolas y optimizando su actividad y termina con la realización de ensayos, primero en animales y después en humanos, para determinar su eficacia y su seguridad. Sería estúpido pensar que todo ello sería posible sin el aliciente de un inmenso beneficio económico, que en definitiva es el objetivo de las empresas del sector, y no cabe pensar que la continua aparición de nuevos fármacos cada vez más eficientes, con menos efectos secundarios o capaces de tratar enfermedades antes incurables, de que disfrutamos en la actualidad, pueda proseguir si no son los laboratorios, alentados por la perspectiva del negocio, los que realicen la tarea.

Hace poco, cuando le planteaba la cuestión de la cesión de patentes y la cooperación con el Tercer Mundo a Peter Goodfellow, vicepresidente de investigación de una de las compañías farmacéuticas más importantes del mundo, GlaxoSmithKline, me respondió a la gallega, formulándome a su vez dos preguntas: ¿qué hace usted por solucionar este problema? ¿y su gobierno? Cabe, desde luego, exigir una cierta corresponsabilidad social a estas empresas, pero también a la sociedad occidental en su conjunto y a sus gobiernos. De alguna manera a todos nos atañe colaborar en el objetivo de erradicar o reducir la morbilidad de las enfermedades que diezman el Tercer Mundo. Y, por encima de todo, es imprescindible la colaboración de los propios interesados y sus representantes.

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