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“LA LEY DE 1989 RECOMIENDA QUE EN EL CATÁLOGO DE PARQUES NACIONALES DEBEN ESTAR REPRESENTADOS TODOS LOS ECOSISTEMAS MÁS SIGNIFICATIVOS DEL PAÍS”

En los primeros años ochenta del siglo pasado, hace cuatro días como quien dice, se contaban con los dedos de ambas manos el número de espacios protegidos en España. Literalmente. Pocos años después, bajo el impulso de la Ley de Conservación (1989) y sobre todo del entusiasmo que ahora no tenemos, sumaban cientos. Puesto que el territorio es limitado, parece lógico que el ritmo de declaración haya ido decreciendo hasta llegar en estos momentos al punto cero. Ello no quiere decir, sin embargo, que podamos dar la labor por culminada. Ni mucho menos. Quedan todavía algunos espacios libres, otros que deberían ser ampliados, unos cuantos en los que habría que modificar al alza la figura de protección (de parque natural a parque nacional, por ejemplo) y, finalmente, queda por cumplir la ley como es debido en los espacios ya declarados, donde hoy impera la vista gorda frente a la actitud más exigente del pasado. Al parecer, nadie quiere conflictos ecológicos. Con motivo del 50 Aniversario del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, en la isla canaria de La Palma, la ministra de Medio Ambiente, Cristina Carbona, dio a conocer un estudio del propio Ministerio, guardado bajo siete llaves desde hace tiempo, en el que se señalan sobre el mapa las zonas susceptibles de ser declaradas parque nacional, es decir, amplios territorios que garantizan al menos unas 15.000 hectáreas de continuidad, sin núcleos importantes de población y sin infraestructuras insalvables. A estas alturas, todavía tenemos el privilegio de contar con cerca de 60 espacios que cumplen esas condiciones.

El estudio no discrimina e incluye zonas ya declaradas incluso como parque nacional, pero aun descontando éstas de la lista (trece parques nacionales) todas las demás, en torno a 50, cumplen las condiciones para ser distinguidas con esa figura de máxima protección. En aquellos míticos ochenta, varias organizaciones conservacionistas (CODA, Amigos de la Tierra, SEO, etc.) hicieron sus propias listas en las que, con pequeños matices, coincidían en la necesidad de sumar a los que ya tenemos otros 40 parques. Recuérdese también que la citada Ley de 1989 recomienda que en el Catálogo de Parques Nacionales deben estar representados todos los ecosistemas más significativos del país, al menos un parque por cada ecosistema, pero puede haber más. Por poner un ejemplo verosímil, el bosque mediterráneo podría tener una representación doble o triple.

La ministra dio a conocer este informe en Canarias, lo envió al Consejo de la Red de Parques y, con un realismo desfalleciente, dijo que antes de meternos en nuevas aventuras tenemos que cuidar bien lo ya declarado. No parece que ambos objetivos sean incompatibles, pero es un indicio significativo del estado de ánimo sobre la cuestión. A día de hoy sólo existen dos candidatos firmes: Guadarrama y Monfragüe. Guadarrama está en la lista de espera desde hace ochenta años y Monfragüe más de 30. Tanto lleva esperando este bello paraje cacereño que ya no cumple las expectativas marcadas por la ley y algo parecido está a punto de ocurrir con la bella sierra que separa Madrid y Segovia.

Pero el problema de fondo es de índole política. Las comunidades autónomas quieren las competencias exclusivas de gestión de los parques nacionales, quedando la administración central poco más que para dar dinero y llevar a cabo algunas tareas de coordinación, el llamado Plan Director. La sentencia del Tribunal Constitucional del pasado noviembre les ha dado la razón. Las organizaciones ecologistas dicen, en cambio, que esa sentencia puede ser la puntilla de gracia para los parques. Es un aspecto más del debate sobre la configuración del Estado de las Autonomías que parece no tener fin. Si las comunidades autónomas gestionan la educación o la sanidad por qué no pueden gestionar también los parques nacionales, dice una de las partes. Si hablamos de territorio y de parques nacionales precisamente, y si tenemos en cuenta la dificultad para establecer fronteras artificiosas en la naturaleza, por qué no podemos hacer una gestión común con la presencia efectiva de la administración central, responde la otra. Han ganado los primeros.

¿Qué ocurre mientras tanto? Pues nada bueno. Algunas comunidades autónomas han emprendido ya el camino de vuelta y han propuesto recalificar algunos terrenos protegidos para destinarlos a nuevos fines, entiéndase construcción de viviendas, complejos hoteleros, campos de golf, etc. Ya, ya sé, que el desarrollo es imparable y que la mayoría de la sociedad está dispuesta a pagar por ello el alto precio de perder los paisajes naturales protegidos (ganan, eso sí, en paisajes urbanos) por cuatro perras gordas, unos cientos de puestos de trabajo en precario y unos kilómetros más de costa hormigonada (¿cuántos nos quedan?). Pues nada, si esto es lo que queremos, quién podrá impedirlo. ¡A desalambrar!

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