La verdad de las mentiras

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¿Quién puede creer de verdad a un mentiroso? A juzgar por las listas de libros más vendidos, que suelen ser novelas, es decir ficciones, parece que son legión quienes no sólo creen a pies juntillas a mentirosos redomados y cuentistas de toda laya, sino que además disfrutan y se emocionan con sus narraciones, que no son más que meras ficciones, disparates y, en definitiva, simples y llanas mentiras. De todas formas, siempre hay lectores u oyentes que son plenamente conscientes de la falsedad de lo narrado, como el del fado que dice: “Nunca me fales verdade, gosto de ti cuando mentes”.

Sin embargo, en el arte de fabular radica la clave de la literatura: crear mundos que solo existan en la imaginación del escritor y que luego los lectores, recibida y recreada en la suya propia, asumen como hechos y verdades incontrovertibles dichos mundos. Por ejemplo, todos asumimos que Don Quijote, camino de Puerto Lápice, se encuentra molinos de viento y no gigantes de brazos largos, sin caer en la cuenta de que ni ha existido nunca Don Quijote ni ha ocurrido nunca “la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento”. Porque el arte de narrar y la mentira están tan estrechamente unidos que parecen una misma cosa. No es de extrañar que en español se llama cuentista a una persona que se explica bien y es capaz de colar mentiras en sus narraciones. “Tienes mucho cuento”, decimos de alguien así.

Precisamente en El Quijote, de cuya primera edición se cumple en 2004 su cuarto centenario, encontramos reflexiones muy claras y audaces de la diferencia entre fábula y verdad. Sabido es que el buen Alonso Quijano, o el caballero de la Triste Figura, que tanto da, pues ambos son fruto de la imaginación de Cervantes, era tan aficionado a los libros de caballerías, que llegó a creer que Amadís de Gaula, Orlando o la princesa Micomicona eran seres tan reales como Felipe III o el duque de Lerma. Sin embargo, el canónigo que en el capítulo 49 de la primera parte, discute con Don Quijote de este asunto, se lo deja bien claro: “Cuando leo, en tanto que no pongo la imaginación en pensar que todos son mentira y liviandad, me dan algún contento; pero cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared, y aun diera con él en el fuego si cerca lo tuviera, por ser falsos y embusteros»

De entre todos los grandes mentirosos, o narradores, he sentido desde mi infancia una especial predilección por uno salido de la imaginación del francés Perrault: el gato con Botas. Este auténtico narrador profesional o vocacional utiliza la fabulación para sacar del apuro a su amo, un pobre huérfano que en su imaginación acaba convertido en el marqués de Carabás. Este valiente gato, como la intrépida Sherezade, son quizá antecedentes del narrador profesional que inventa fabulas y urde tramas de manera consciente para obtener un beneficio. Que luego sus lectores las crean a pies juntillas es otro cantar, pues como dijo Fernando Pessoa de su obra poética: “¿Sentir? Sienta quien lee”.

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