La nave voladora de Bartolomeu de Gusmâo

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Bartolomeu Lourenço de Gusmâo, sacerdote jesuita gran conocedor de las leyes físicas, observó cómo una pompa de jabón ascendía rápidamente al situarse sobre el aire calentado por una vela, y en ese preciso instante imaginó su máquina voladora: La Passarola, «una nave para andar por los cielos»

En el año 2018 más de 3.000 millones de pasajeros se subieron a lomos de un avión con la intención de trasladarse de un lado al otro del mundo. Más de 30 millones de vuelos comerciales circularon a lo largo del globo terráqueo durante doce meses. Aunque las cifras puedan impactarnos, cuesta pensar que hubo un día en el que el surcar el cielo era considerado una obra de brujería.

La idea de volar ha obsesionado a la humanidad desde tiempos inmemorables. Lo que sí se recuerda es quiénes fueron las primeras personas que descubrieron cómo podía hacerse realidad ese sueño. La historia nos cuenta que fueron los hermanos Montgolfier quienes lograron volar un globo aerostático por primera vez. Hijos de un fabricante de papel, los hermanos franceses observaron este curioso fenómeno provocado en bolsas de papel llenas de aire caliente.

En 1782 probaron esta técnica al aire libre con una bolsa de seda de 18 metros cúbicos, que alcanzó una altitud de 2.502 metros. Apenas seis meses después, realizaron la primera demostración pública del descubrimiento. Calentaron el aire quemando lana, paja y madera en un hornillo situado debajo de la abertura inferior del globo, el cual alcanzó los mil metros de altura y duró 10 minutos en el aire.

Pero, ¿fueron realmente ellos los primeros en desafiar a la ley de la gravedad? En ciertas ocasiones la historia se ha encargado de borrar de su memoria, o de restarle importancia, a algunos hechos o personas que han marcado el posterior devenir de los acontecimientos. Es el caso de Bartolomeu Lourenço de Gusmâo, un monje brasileño cortesano de Juan V de Portugal, que había merecido los favores del monarca por sus proyectos e inventos.

Lourenço de Gusmâo nació en la localidad de Santos, en la provincia de Sao Paulo, Brasil, en el año 1685, en el seno de una familia tradicional. Siendo el cuarto de doce hermanos, desde muy joven destacó por su habilidad para las ciencias y las matemáticas, por lo que fue admitido en el seminario de Bahía, donde construyó una bomba capaz de elevar el agua unos 100 metros.

Con tan solo 15 años regresaría a Portugal, tierra de sus ancestros, e ingresaría en la Universidad de Coímbra, donde no tardaría en conseguir diversos cargos y se convertiría en sacerdote Jesuita. Allí Gusmâo concibió su nave, la Passarola, la cual marcaría el resto de su vida.

La Passarola, una nave para andar por los cielos

Lourenço de Gusmâo, gran conocedor de las leyes físicas, observó cómo una pompa de jabón ascendía rápidamente al situarse sobre el aire calentado por una vela y, en ese preciso instante, imaginó su máquina voladora o instrumento para andar por los cielos, como él lo llamó.

La Passarola, cuyo diseño no es bien conocido, fue, al parecer, un sencillo globo de aire caliente, aunque en la mente del religioso ya estaban tomando forma modelos perfeccionados para ser aplicados en diversos terrenos, desde lo militar al transporte de pasajeros.

En el año 1709, Gusmâo presentó su diseño en la corte del rey de Portugal, Juan V, lugar en el cual contaba con apoyos, ya que uno de sus hermanos era diplomático y oficial del monarca. El rey lusitano, que en aquel momento tenía 20 años y una gran curiosidad por las ciencias y las artes, le ofreció un privilegio de invención, así como un puesto como profesor en la Universidad de Coímbra y apoyo económico para llevar a cabo su obra.

Comenzó a experimentar con globos pequeños de papel que, poco a poco fueron aumentando de tamaño y cambiando de material. Su primer ingenio, como ocurre en muchas ocasiones, no funcionó como él esperaba y, después de muchas pruebas y cambios radicales en su modelo, el 8 de agosto de ese mismo año se hizo la presentación oficial de su invento. Ante los ojos del rey, de su esposa Ana María y del Cardenal Conti, que posteriormente se convertiría en el Papa Inocencio XIII, así como del resto de la corte allí presente, Gusmâo presentó su nave en el salón de las Indias del Palacio Real, en Lisboa.

Según cuenta el padre Ferreira en su Ephemeride historica chronologica, el aerostato logró elevarse casi unos cuatro metros de altura, y recorrió parte de la sala, gracias al aire calentado por las ascuas recogidas en una pequeña cesta metálica que se encontraba bajo la abertura del balón, un sistema muy similar al de los quemadores que se usan hoy en día.

Esta mítica ascensión de la Casa de las Indias no solo quedó reflejada en diferentes libros y revistas de la época, sino que también sirvió como mérito para que Bartolomeu Lourenço de Gusmâo fuese apodado como el «padre volador». Sin embargo, la Passarola no volvió a ser vista en público nunca más.

El hecho de que el «padre volador» fuese jesuita jugaba en su contra, ya que el Papa Inocencio XIII no tenía en buena estima a dicha comunidad. El Papa, que nunca confió en la nave de Gusmâo, advirtió a toda la comunidad eclesiástica de los riesgos que conllevaba que un artefacto de papel volase impulsado por fuego. La Santa Inquisición también jugó un papel fundamental, ya que en las enigmáticas ascensiones de los globos de Gusmâo vieron desde el principio la mano oscura del diablo.

Bartolomeu Lourenço de Gusmâo tuvo que huir de Portugal, a pesar del apoyo inicial del monarca. Se refugió en España, donde murió en el año 1724 a los 39 años de edad, en el Hospital de la Misericordia de Toledo, sin llegar a cumplir su sueño de surcar los cielos con su Passarola.

A lo largo de la historia diversos autores han intentado dar forma a la nave de Bartolomeu con mucha imaginación. Entre ellos destaca el escritor portugués José Saramago, quien en su obra Memorial del convento, narra cómo Gusmâo describiría su nave:

«Esto que aquí ves son las velas que sirven para cortar el viento y se mueven según las necesidades, y aquí está el timón con que se dirigirá la barca, no al azar sino por medio de la ciencia del piloto, y éste es el cuerpo del navío de los aires a proa y popa en forma de concha marina, donde se disponen los tubos del fuelle para el caso de que falte el viento […]. Se calló un momento, y añadió: Y cuando todo esté armado y concordante entre sí, volaré».

Las cuatro maneras de volar de Francisco Lana de Terzi

Gusmâo tampoco fue el primero en ansiar el poder surcar el cielo, ya que tuvo muchos antecesores. Uno de ellos fue Francisco Lana de Terzi, jesuita italiano, matemático y naturalista, conocido como el Padre de la Aeronáutica por su empeño en convertir la aeronáutica en una ciencia creando una teoría de la navegación aérea verificada por la precisión matemática.

Terzi contrastó el conocimiento tradicional con la experimentación práctica y moderna de la época. Escribió tres libros, siendo el último, Prodromo overo Saggio i alcune inventione nuove premesso all’arte maestra, publicado tras su muerte, aquel en el que expuso sus conocimientos y nuevos conceptos sobre aeronáutica. En los capítulos quinto y sexto de dicho volumen, Terzi analizó los inventos e ingenios de máquinas voladoras de los que él tenía constancia de su existencia hasta aquel momento para, al final, idear cuatro posibles maneras de alcanzar el cielo.

Desde la paloma de Arquitas de Tarento, filósofo y matemático griego del siglo V a.C, que logró copiar artificial-mente el vuelo de estas aves; hasta los pájaros voladores que Juanelo Turriano, a quién dedicamos un extenso reportaje en el anterior número de nuestra revista, creó para el Emperador Carlos V durante su estancia en Yuste.

De las cuatro técnicas que finalmente ofrece Terzi, dos de ellas utilizaban dispositivos ornitópteros que obtienen la energía de mecanismos de relojería; otra estaba basada en el uso de aire a presión, y una cuarta que bebía de la experimentación que demostraba que las cáscaras ligeras y cerradas, llenas de vapor caliente, se elevan. El jesuita se decanta por esta última para diseñar su propia máquina voladora.

Su nave, inspirada en la ingeniería naval de la época, estaba compuesta por una barca de madera sujeta por cuatro globos de plancha de cobre fina de unos 6 metros de diámetro cada uno. Además, añadió al diseño una vela y dos remos para que el piloto pudiese desplazarse por el aire como si estuviese en el agua.

Sin embargo, Terzi pensó que su invento nunca debería ser fabricado por dos razones: la primera es que había hecho voto de pobreza y la construcción de dicho ingenio supondría unos costes que no podía asumir y que, según su criterio, debían dedicarse a otros fines benéficos. La segunda razón que dejó por escrito fue que, para él, Dios no debía permitir la construcción de semejante arma de destrucción, capaz de volar sobre una fortaleza y lanzar a sus indefensos ocupantes explosivos mortales.

Volar, ya sea para estar cerca de Dios, transportarnos o bombardear al enemigo, pero volar. Uno de los grandes sueños de la humanidad que, gracias a todas aquellas personas que un día lo imaginaron, hoy es más que posible.

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