La ciencia como escritura

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“A LOS CIENTÍFICOS DEBEMOS SEGUIR PIDIÉNDOLES QUE NOS ALIMENTEN LA CURIOSIDAD DESPIERTA CON SUS HALLAZGOS, PARA QUE SU ESCRITURA DE LA CIENCIA SE LLAME ÚNICAMENTE LITERATURA”

Decía Josep Pla que la cultura es siempre un plagio. Añadiría que las palabras son un continuo trueque y préstamo. Muchos han sido los que se han alarmado en los últimos tiempos acerca del mal uso de la lengua, no sólo por las incorrecciones gramaticales y sintácticas, sino por la tergiversabilidad del sentido de muchos vocablos.

Cada día hay continuos trasvases de términos de una disciplina a otra, sin olvidar la intromisión de los neologismos. Que el término “realidad” (del latín, res, rei, que no de regalis, perteneciente a la realeza) con curiosa definición en el Diccionario de uso del español de María Moliner quien lo define como “esencia: lo que una cosa es, prescindiendo de la apariencia con que se presenta a los sentidos”, y “objetividad” (procedente de “objeto”, del latín obiectus), con una definición también cercana a lo visible (el Diccionario de la Real Academia Española lo define como “dícese de lo que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce”) ya dio muchos dolores de cabeza en discusiones literarias sobre la novela en el siglo XIX por su consustancialidad semántica. Más tarde, el periodismo tuvo que plantearse similares objeciones.

La ciencia no es ajena a esta discusión. La ciencia ha desarrollado una concepción del lenguaje, sobre todo de su propio lenguaje, lejos de las obligaciones de otros ámbitos ya citados, a saber: el lenguaje coloquial y el lenguaje literario. Según las apreciaciones de David Locke en La ciencia como escritura (Editorial Cátedra-Universidad de Valencia, 1997), a quien le debemos el préstamo del título, el lenguaje de los científicos se presenta como preciso, transparente e impersonal. Estos adjetivos se deben a su definición: “preciso” porque se vincula de forma directa con los objetos o conceptos por su definición esencialista; “transparente” porque no obstaculiza la comprensión con elementos distorsionadores, se aleja de toda retórica o figuralidad; e “impersonal” porque carece, supuestamente, de “estilo”. Todo ello nos lleva, según Locke, a plantearnos los ensayos científicos y los ensayos de divulgación como un acto puramente de escritura. Sólo esta interpretación será válida si se aplican las diferentes concepciones propias de los textos no científicos a los textos científicos.

Otro ensayo que nos ayuda a reflexionar sobre el tema es el de Bertha M. Gutiérrez Rodilla, La ciencia empieza en la palabra (Editorial Península, Colección Historia, Ciencia, Sociedad, 1998) quien aborda el lenguaje científico desde diferentes ópticas. Traigo a colación sus reflexiones sobre la neutralidad del lenguaje científico, en su hora la objetividad de la literatura. La idea de los artistas que habitan en una torre de marfil parece aplicable a los digamos escritores de la ciencia, quienes parecen habitar en un edificio lejano inmune a la contaminación lingüística. Han puesto los fundamentos los propios científicos desde disciplinas como la filosofía de la ciencia, la sociología de la ciencia o la historia de la ciencia, similares a la teoría de la literatura.

Advierte la autora que la supuesta neutralidad es cuestión de matiz, pues no todas las ciencias consiguen el mismo grado de neutralidad: no es lo mismo un tecnicismo en matemáticas que en medicina, pues ésta conlleva una mayor connotación emocional. Pero no tan sólo el lenguaje es una marca de neutralidad sino la distribución del espacio y de los contenidos que hacen mella en la supuesta neutralidad. Ya saben: elegir es opinar.

El lenguaje científico se va nutriendo día a día de tecnicismos. Con una asombrosa movilidad pasan de unas áreas de conocimiento a otras, en sentido horizontal, como “código” que de la disciplina del derecho pasa a la medicina como “código genético”; y en sentido vertical, de un uso muy especializado a uno coloquial, como por ejemplo “ratón” en informática o “silencio” en “silencio documental”.

Esta proximidad de los tecnicismos nos aporta novedades en los diccionarios de la lengua. Los neologismos de sentido también se pueden producir desde el lenguaje común a la lengua especializada; por ejemplo, el vocablo griego tarsós que significaba “empalizada o hilera de objetos delgados y largos” para pasar a describir “hilera de pestañas”, o sea, párpado, pero a la vez, a una hilera de los dedos del pie”, es decir, “tarso”. Por ello no sorprende que coexistan dos grupos de significados distintos: el del tarso del pie y el de tarso palpebral.

Llegados a este punto, no podemos sino respetar y animar el esfuerzo de los escritores divulgadores de ciencia, y de científicos escritores, que nos despiertan la curiosidad por esa realidad tan poco tangible. Y a los científicos debemos seguir pidiéndoles que nos alimenten esa curiosidad despierta con sus hallazgos, para que su escritura de la ciencia se llame únicamente literatura.

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