Ingeniería en las palabras

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Todos sabemos que Santiago Ramón y Cajal era un prestigioso doctor, y también recordamos a Stephen Hawking, doctor en Física. En Argentina se suele llamar doctor a un abogado, a un farmacéutico o a un bioquímico, y en algunos lugares de Hispanoamérica llaman doctor a un traficante de drogas.

Es lo que tiene el español, su riqueza se traduce en que las palabras adquieren distintos sentidos, que vienen dados por el uso y que nos permiten expresarnos y entendernos. Todos ellos son doctores. No lo sería un curandero que pasara consulta como doctor, haciéndose pasar por médico. Se trataría de un caso de intrusismo profesional tipificado en el Código Penal.

Si todos ellos son doctores, ¿sería razonable que el colectivo de los médicos le negara a Vargas Llosa el derecho a presentarse como doctor en Filosofía y Letras o que conminaran al Vaticano a que dejara de denominar como doctora de la Iglesia a Santa Teresa?

Afortunadamente, más allá de lo estrictamente penal, nadie patrimonializa el uso del término “doctor”, que tiene varias acepciones, y que todas ellas se usan de manera muy amplia.

Sin embargo, esta extraña pretensión está realmente pasando con el término “ingeniero”. Es un término relacionado con varias acepciones: profesión, profesión regulada, título académico, actividad profesional, persona que se dedica a la ingeniería, persona que se dedica a otra disciplina aplicando conocimientos científicos y tecnológicos, etc. Por ejemplo:

La ingeniería como actividad: “Es un congreso para físicos e ingenieros”, “Trabajé como ingeniero de producción”, “Imhotep, hijo del arquitecto real de Menfis, está considerado como el primer ingeniero conocido”.

Como título académico: “Mi hija quiere estudiar para ingeniera química”. Como profesión regulada: “Es ingeniero naval colegiado”. Hay otros ingenieros: “Es nuestro mejor ingeniero financiero”, “Esa oveja es obra de ingenieros genéticos”, “Los ingenieros de sistemas tienen muchas salidas profesionales”, “Esa campaña de marketing lleva mucha ingeniería social”.

Antiguamente se llamaba ingeniero al soldado que servía en el Cuerpo de Ingenieros.

Pues bien, a pesar de ello hay quienes solo aceptan el uso del término ingeniero bajo una única acepción: ingeniero como alguien con determinada titulación universitaria de segundo ciclo, que le capacita para ejercer alguna de las diferentes profesiones reguladas.

¿A qué nos llevaría este pretendido rigorismo lingüístico si nos dejáramos llevar por él? A que:

– Un graduado en Física sea un físico, pero un graduado en Ingeniería no sea un ingeniero.

– Un ingeniero de otro país, en España no pueda llamarse ingeniero.

– Un graduado con un determinado máster en Ingeniería pueda llamarse ingeniero, pero con otro máster en Ingeniería distinto no pueda llamarse ingeniero.

– Un ingeniero técnico no sea un ingeniero (como si “Juan Pérez” no formara parte de los “Juanes” del mundo).

– Si estudias un grado en Ingeniería, estás “haciendo una ingeniería”, pero cuando ya eres graduado no puedas decir que eres ingeniero.

¿Quiénes son estos censores del idioma, estos que dicen “ingenieros solo somos nosotros”? Aquellos que cada vez que un ingeniero técnico o un graduado se refiere a sí mismo como ingeniero, saltan con diatribas iracundas en cartas, artículos y recursos.

Se trata fundamentalmente, y con diferente vehemencia, de los representantes colegiales de ciertas profesiones: Ingenieros Aeronáuticos; Agrónomos; de Caminos, Canales y Puertos; Industriales; de Minas; de Montes; Navales y Oceánicos y de Telecomunicación.

¿Son estos todos los ingenieros? Ni de lejos, solo son los correspondientes a 8 titulaciones (o a 8 másteres). En la web del Ministerio de Educación aparecen cientos de títulos relacionados con la ingeniería. ¿Algún “ingenierizador del reino” les puede decir a estos miles de titulados que no son ingenieros?

Pero reflexionemos, ¿por qué algunos pocos desean de manera absurda quedarse en exclusiva el término “ingeniero”?

Es cierto que hay diferencias entre unos y otros ingenieros, pero eso no justifica que solo unos pocos puedan ser llamados ingenieros. La confusión viene facilitada por el hecho de que en España esto es un lío: hay profesiones reguladas y no reguladas (o con atribuciones profesionales). Y en el caso de la ingeniería es más complicado: hay actividades propias de la ingeniería que están reservadas y otras que no, y hay títulos de ingeniería que dan atribuciones y otros que no (incluso de segundo ciclo).

La adaptación al sistema de Bolonia lo ha complicado aún más, al ser más difícil asociar títulos con profesiones. Las profesiones ya no se llaman como los títulos, y no ayuda a aclararlo el hecho de que la Ley de Colegios Profesionales esté sin adaptar a la nueva realidad de los estudios universitarios.

Este contexto tan complicado, los que desean introducir confusión lo tienen más fácil. Pero, ¿por qué lo hacen? ¿Se trata de un debate lingüístico? Evidentemente no se trata de limpiar, pulir y dar esplendor al idioma. Hay otra intencionalidad.

En este contexto de la “ingeniería patrimonialista” interesa ver de dónde se parte: de un colectivo que durante décadas se ha auto otorgado el atributo de “superior” (“Soy Ingeniero Superior”); palabra que no aparece en su título universitario aunque se la busque, de hecho se han puesto el “superior” como se podrían haber puesto “egregio” o “insigne”: “Soy Ingeniero Eximio”.

Cualquiera de estos ingenieros “superiores” lo es ante un ingeniero técnico, aunque éste tenga mucha más experiencia profesional o formación o incluso sea su jefe. Que nadie se confunda, que todavía hay categorías. Están acostumbrados a un marchamo elitista que ahora, con las nuevas titulaciones, queda desdibujado. Desdibujarse supone dejar de distinguirse y con ello perder caché y oportunidades.

¿En qué situación está ahora cada uno de estos colectivos? Se encuentran con una titulación desaparecida y una profesión a la que acceden unos pocos graduados a través de un máster generalista entre cientos, que no aporta especialización (la razón de ser de los másteres) y tan sólo añade unas pequeñas atribuciones profesionales a las que ya tiene un graduado. Un panorama poco atractivo para los estudiantes y una situación desesperada para dichos colectivos.

La cruda realidad de los datos: veamos un ejemplo

En la Escuela de Ingenierías Industriales de la UVA, desde el curso 2008/09 se titularon 894 ingenieros industriales (los últimos en el curso 2016/17), a razón de 99 titulados por curso hasta que esta titulación desapareció.

Ya con el sistema de Bolonia, desde su primera edición en el curso 2013/14, ha realizado el máster en Ingeniería Industrial un total de 116 titulados hasta el curso 2017/18, a razón de 23 titulados por curso. Durante ese mismo tiempo (2013/14 a 2017/18) 444 alumnos realizaron otro máster distinto al de Ingeniería Industrial.

Pasar de 99 titulados por curso a 23 supone una reducción del 77%. Parece que la tasa de reposición de esta profesión implica que está abocada a languidecer sin remedio.

Desde el curso 2008/09 se titularon 1.267 ingenieros técnicos industriales (los últimos en el curso 2015/16). Ya con Bolonia, los graduados en ingeniería desde el curso 2013/14 hasta el 2017/18 han sido 1.135. A razón de 227 por curso.

¿Tiene algún sentido que en la rama industrial solo sean ingenieros los 23 que hacen un determinado máster y que los 227 graduados en ingeniería, que representan la fuerza de la nueva ingeniería, no puedan llamarse ingenieros?

Si diéramos por bueno este absurdo, en unos años España sería un país con miles de profesionales ejerciendo la ingeniería, con formación y experiencia en ingeniería, pero que no serían ingenieros.

Visto este ejemplo, para el reducto de los “patrimonialistas” la situación es desesperada, apenas hay alumnos que cursen el máster en Ingeniería Industrial y el grueso de los ingenieros (graduados) para colegiarse solo tienen los Colegios de Ingenieros Técnicos.

En definitiva, el nuevo escenario de estudios universitarios les desdibuja y el bajo número de incorporaciones les aboca al declive.

¿Cuál es su reacción? Una estrategia enfocada en varios frentes:

– El patrimonialismo del término “ingeniero”.

– Dirigir a los graduados en ingeniería (esos “pretendidos ingenieros”) mediante la desvalorización de su título, a que realicen alguno de “sus” másteres.

– Generar confusión haciendo creer que las atribuciones profesionales sólo están asociadas al máster.

– Impedir el acceso a los graduados al nivel de la función pública que les corresponde.

– Intentar romper la estructura de las enseñanzas universitarias oficiales para que se pueda acceder a su máster sin estar aún en posesión de un título universitario oficial que lo permita. “Máster acelerado” lo llaman. La astucia de cambiar todo para que nada cambie.

– Incorporar en sus colegios profesionales a otros titulados. De hecho tienen una batalla interna que enfrenta a los que no quieren mezclarse con los de menor rango frente a los pragmáticos. La guerra la tienen perdida los renovadores, porque son menos y porque su aspiración es probablemente ilegal.

– Generar confusión con los nombres de los colegios profesionales y con sus marcas registradas (ya que los graduados no pueden colegiarse en sus colegios, mejor que no sepan dónde deben hacerlo). En este último frente están siendo especialmente combativos y han conseguido, vía judicial, que se anule el cambio de denominación del Consejo General de Ingenieros Técnicos Industriales, cambio aprobado en 2016 por el Ministerio de Industria, para adecuarla a la titulación poseída por todos sus integrantes.

Resulta que para el TS es confuso que los graduados sepan que su colegio se llama Colegio de Graduados o cabe que los profesionales confundan un título genérico de grado con una profesión

PROFESIÓN


regulada. No aclara el Tribunal cuál sería el perjuicio y quiénes los perjudicados o si la denominación de partida no es más confusa que la anulada.

Esta anulación ha tenido un efecto cascada sobre las denominaciones de colegios provinciales y sobre marcas registradas. El Tribunal, al aplicar la Ley de Colegios en su literalidad y con el argumento de evitar la confusión, paradójicamente contribuye precisamente a confundir, a que la denominación no guarde relación con las nuevas titulaciones.

Es cierto que los colegios lo son de profesiones, no de títulos académicos, pero parece bueno que a un graduado el nombre le ayude a saber que hay un colegio de graduados asociado a su carrera. En su huida hacia adelante, contradicen al Ministerio quienes ni son perjudicados ni representan a los posibles confundidos.

¿A dónde lleva esto? Revertir los nombres de los colegios o intentar apropiarse una palabra no ayuda a nadie, es solo un perjuicio y una pérdida de tiempo para todos. Para los profesionales, las administraciones, los colegios, los estudiantes y la sociedad. Un paso atrás.

¿Es grave? No. El lenguaje común no se regula en el BOE ni se constriñe mediante sentencias, muy al contrario se impone y evoluciona siguiendo otras leyes de economía, claridad y precisión. Todo el mundo tiene claro qué es un ingeniero y cuándo puede usar el término, y los graduados ya saben que su colegio profesional es el Colegio de Graduados. Las empresas y la sociedad en general ya están asociando al grado como la titulación de referencia de la ingeniería, como en todo el mundo. Todo intento en sentido contrario es una inútil pérdida de energía y está abocado a la melancolía.

¿Qué hay que hacer? En realidad nada, la realidad y la lógica caminan en una única dirección, y el presente y el futuro de la ingeniería está en manos de todos los titulados que hacen ingeniería. Todos ellos son ingenieros, y no solo unos poquitos aturdidos por el vértigo que les inspiran los aires de futuro.

La ingeniería tiene otros retos más importantes y reales que berrinches pueriles y decadentes. Mientras tanto, los ingenieros, seguiremos haciendo ingeniería. Esa profesión tan bella y tan necesaria.

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