ENCUENTRO CON NIETZSCHE LOS ESCENARIOS DE ZARATUSTRA

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Fue en la Riviera dei Fiori, entre Santa Margherita y Portofino, donde Zaratustra se apareció por primera vez a Federico Nietzsche, en el invierno de 1882. Le gustaba pasear —a veces encendiendo hogueras— por los pinares y los caminos que siguen la recortada línea de la costa. Él mismo nos ha dejado una descripción del instante en que Zaratustra le asaltó en el camino, como la zarza ardiente se inflamó delante de Moisés, como la luz cegadora derribó a Saulo del caballo, como la mirada de Jesús fascinó a Simón en las orillas del lago de Tiberíades, como todos los enviados del más allá se presentaron a sus apóstoles. Pero Zaratustra, el profeta ario, es un personaje exigente que reclama a sus adeptos una ruptura con los compromisos de la comunidad, el desprecio de los ídolos, la fidelidad exclusiva a un solo dios y una decisión individual: «Yo Te he reconocido como Santo, oh Ahura Mazdah», dice el antiguo himno del Avesta. El dios de Zaratustra no es un rey majestuoso y distante, sino un confidente personal.

Cuando Nietzsche descubre a este profeta en las montañas de la Liguria, vive ya los momentos decisivos de su delirio. Y, a partir de estos días de 1882, se suceden las tragedias y los milagros de su vida. Profundas transformaciones, pensamientos que andan con paso de paloma, se abren camino en su espíritu. Ha dejado definitivamente atrás sus años de profesor universitario en Basilea. Se ha despedido airadamente de Ricardo Wagner, su amigo del alma, dándole la espalda en mitad de una conversación.

En la primavera de 1882 se enamora en Roma de Louise Andreas Salomé, una bella muchacha rubia, dotada de brillante inteligencia. La primera cita es en San Pedro del Vaticano, junto a un confesionario iluminado por una luz mística. Ella es y será siempre un alma idealista y religiosa. Tiene un sentido especial del amor y adora las trinidades, los círculos, los tríos…

«Vi un agradable gabinete de trabajo, lleno de libros y flores, flanqueado por dos dormitorios, con camaradas de trabajo yendo y viniendo», escribe Lou, relatando uno de sus sueños de juventud. No es extraño que llegase a ser amiga y colabora de Freud. Los amigos del círculo de Nietzsche se la disputan, porque ella sabe seducirlos y porque, mientras habla de poesía, sus ojos se humedecen como si por todo su cuerpo subiese la savia dulce de la primavera. Pero nadie puede sospechar, ahora, que esta joven rusa de veintiún años, será también la amante de Rilke.

Nietzsche cae en las redes de Lou. Juntos escuchan la canción de las fuentes en la cálida noche romana:

«Es de noche y las fuentes hablan más alto con su voz cantarina… Hay en mí un ansia de amor… Yo no conozco la felicidad de los que reciben».

Su alma parece una fuente que canta; pero Lou, tan dotada para el psicoanálisis, desconfía del agua. Hay algo extraño en la mirada de Nietzsche, que presagia grandes tormentas. Y él, además, comete un error al pretender que esta aventura acabe en matrimonio, porque ella ama tanto la libertad irresponsable de su juventud que no puede pensar en comprometerse. Lou recurre a un pretexto banal para justificar su rechazo, explicándole que «en caso de contraer matrimonio, perdería su beca de estudios en Roma».

A pesar de todo, a ella le gustan los equívocos y los escándalos. Y por eso accede a mantener una confusa relación de camaradería con este grupo de amigos. Rodeándose siempre de damas respetables –Malwida von Meysenbug, Elisabeth Nietzsche, Frau Rée– convive con Paul Rée y Federico Nietzsche, provocando los celos y las traiciones de los dos amigos. Trama como una niña per-versa los peores malentendidos, engaña a su propia madre y organiza escándalos en todos los balnearios por donde pasa. Se diría que sus ojos azules no conocen la malicia y Nietzsche, arrastrado ya por las visiones de Zaratustra, la compara con los animales de su profeta, cuando dice que es «despierta como un águila y animosa como un león». En su fiebre solar, olvida que Louise tiene también algo de serpiente, reina de las sombras. Por eso despierta la rabia de Elisabeth Nietzsche, sobre todo cuando Lou se atreve a bromear sobre la seriedad de su hermano, contando aventuras y maledicencias que corren en boca de sus amigos.

Retrato del filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900).

A mediados de la primavera, el grupo de «amantes místicos» se reúne todavía en el lago de Orta, en el lugar más maravilloso de los Alpes italianos. Aunque Nietzsche se queja siempre de los lugares muy luminosos, que dañan a sus ojos cansados, este rincón tiene una luz dulce como una acuarela. No sé por qué me recuerda la orilla del lago Tiberíades donde Jesús de Nazaret pronunció el Sermón de la Montaña; quizá porque los pueblos se ven invertidos en el reflejo de las aguas, como si pudiera existir un mundo al revés, donde los que sufren se convirtieran, de repente, en bienaventurados.

En Orta, Lou y Nietzsche se pierden un día en las laderas boscosas del Monte Sacro. Hablan, como siempre, de los misterios humanos, buscando inconscientemente los peores caminos, los senderos más escarpados, los precipicios abruptos. Pero aquel día se entretienen tanto que regresan ya con las últimas luces. Y, a pesar de que los amigos se muestran contrariados por esta «traición» a la comunidad mística, Nietzsche se negará a justificar lo que ha sucedido. Hablará toda su vida de esta excursión, como «El Misterio del Monte Sacro». Y ella, al cabo de muchos años, dirá: «Si besé a Nietzsche en el Monte Sacro, es algo que ya no me acuerdo».

Siguieron hablándose siempre de usted. Incluso cuando él la llevó hasta Tribschen, a orillas del lago de los Cuatro Cantones, donde había pasado sus mejores días con los Wagner. El maestro vivía entonces su luna de miel con Cósima Liszt, la mujer que había robado al bueno de Hans von Bülow, su más fiel discípulo Esta casa sencilla, cuadrada y blanca, tan poco wagneriana, está construida sobre una pequeña península en el lago. Rodeada por un magnífico parque, domina un soberbio panorama, desde las cum-bres del Burgenstock y el Righi, hasta los macizos del Titlis y el Gotardo. En aquellos tiempos la vista abarcaba también la vieja ciudad de Lucerna –hoy ocultada por tantas construcciones modernas– con su puente de madera y sus callejas medievales, donde todavía se veían artesanos como Hans Sachs y escribanos como Beckmesser.

El interior de la casa de los Wagner en Tribschen era suficientemente grande para hospedar a los amigos. La pareja vivía entonces el momento más dulce de su aventura de amor y, para celebrar el cumpleaños de Cósima, el 25 de diciembre, Wagner le había compuesto el Idilio de Sigfrido.

En febrero de 1867, en una de las habituales visitas de Nietzsche, Cósima dio a luz su primera hija. No estaba casada y se necesitaba entonces amor y valor para vivir esa relación que los burgueses llamaban «amancebamiento».

Fue en Tribschen, en aquellas inolvidables jornadas de poesía y música, donde Nietzsche se enamoró de Cósima Wagner. Y la mujer de su mejor amigo fue siempre, para él, la «amada imposible». Para competir con el diablo, Nietzsche le ofreció, como regalo de cumpleaños, una pieza de piano que acababa de componer: Ecos de una Noche de San Silvestre. Quizá no sabía que ella, admiradora de su obra filosófica, se reía sin embargo de sus composiciones de música. A veces se sentaban a tocar el piano a cuatro manos y entonces era Wagner el que sufría airados ataques de celos, abandonando la estancia.

A Nietzsche le gustaba hacer sobremesa en el salón, contemplando el cuadro de Bonaventura Gemelli, que representaba a Dionysos entre las musas, mientras explicaba sus ideas sobre el Origen de la Tragedia.

Habían pasado ya algunos años, cuando Nietzsche se atrevió a enseñarle a Lou la casa de Tribschen, evocando los recuerdos de estos «días de confianza, de alegría, de incidentes sublimes y de instantes profundos». Se sentaron en la playa, junto al embarcadero. Y, mientras las piedras se arrullaban con la canción de cuna del lago, Nietzsche hablaba y hablaba, dibujando signos en la playa húmeda con una rama. Como los antiguos profetas, a él le gustaba escribir en la arena mensajes misteriosos, que luego borraba para que las nubes no pudiesen leerlos. Y allí permanecieron sentados mucho tiempo, hasta que ella se dio cuenta de que Nietzsche tenía los ojos llenos de lágrimas.

Pero Lou no era Cósima Liszt. Sólo pensaba en sus juegos de amor, en sus poesías, en sus estudios, en obtener una ayuda para la Universidad de Viena. No tendría nunca, como lo tuvo Cósima, el valor de irse a vivir con un hombre y tener un hijo suyo, sin estar casada.

Nietzsche intentó convencerla para que se fuera a vivir con él. Y no se dió cuenta de que, con su propia pasión, estaba asustándola. Pero él volvía una y otra vez a sus declaraciones impetuosas, como si el beso del Monte Sacro le abrasase el alma. Y, a los pocos días, intentó volver a besarla en Lucerna, delante del monumento del León. También él se sentía como un león herido, igual que la bestia que había esculpido Thorwaldsen, con el cuerpo doliente, con los músculos tensos, con la vida comprometida. Y luchaba por ella hasta sus últimas fuerzas, intentando llevársela a Berlín, a París, a las montañas de Silesia, a cualquier parte del mundo donde ella no se presentase acompañada por su corte de amigos, de madres y de tutoras.

Estos meses con Lou fueron, para Nietzsche, un verdadero tormentum mysticus. Le compuso canciones y poemas, la acercó al círculo de Bayreuth para que asistiese al estreno del Parsifal –en un momento en que Wagner y él estaban más distantes que nunca– y le envió páginas y libros que ya nadie comprendía. Pero ella se volvía cada vez más esquiva, más rápida, más difícil. Mirando su cuerpo de niña caprichosa, él la veía como una ofrenda de frutas; pero cuando alargaba la mano para saciar su apetito, ella se volvía como el cingulum, dejando una cicatriz en torno a su cintura.

Probablemente Lou fue el último intento de los dioses por salvar a Nietzsche. Él era hijo de Dionysos, y ella de Atenea; él apasionado y tumultuoso como el vino nuevo; ella fría y lúcida, como la lechuza que se bebe el aceite de los templos. Junto a Lou, Nietzsche no habría desaparecido en las sombras de la montaña; no habría perdido la razón, pero nunca habría llegado a conocer los misterios de Dionysos.

La peregrinación a la montaña

Antes de que acabe el año 1883, Nietzsche rompe con Lou, con su madre, con su hermana, con todos los lazos que le unen al pasado. El apóstol de Zaratustra ya no pertenece a este mundo.

Hasta ahora, como Zaratustra, se ha alimentado de miel y leche. Hijo de un humilde pastor protestante, ha recibido una enseñanza más propia de Juan Bautista que de Jesús de Nazaret. Le han inculcado el temor de los pecadores, el gusto por el sacrificio, la dieta de los ascetas en la que no se incluye el vino. En la aldea de Rocken, donde se encuentra la parroquia paterna, Nietzsche no puede educarse en otros gustos más refinados; pero es un niño precoz que, muy pequeño, ya se deja excitar por el olor de las manzanas.

Desgraciadamente, el padre de Nietzsche muere muy joven, dejándoles huérfanos a él y a su hermana Elisabeth. Algunos dicen que, antes de morir, ha perdido la razón; pero el entorno familiar se defiende de estas habladurías, pensando, quizá, que no es propio de un pastor cristiano morir como un loco, igual que los discípulos de Dionysos.

La madre de Nietzsche se traslada a la vecina población de Naumburg, para poder educar mejor a sus hijos. Viven en una casa situada entre árboles frutales, con una terraza donde las hiedras trepadoras han tejido un umbroso baldaquino en honor de Dionysos. Es una vivienda pequeña, llena de abuelas y tías, de ami-gas y damas de confianza. Y allí se educa el joven Nietzsche, alternando las estancias en Naumburg con su internado en la Schulpforta, donde aprenderá la disciplina escolástica.

Para este hijo, pervertido por el matriarcado, educado entre mujeres piadosas y burguesas, no debió ser fácil romper con su madre y con su hermana. Ellas le habían mimado, arropándole con toda su ternura, amargándole con sus maniobras celosas, hasta criar a este pobre monstruo tímido, soberbio, dotado de genial sensibilidad y necesitado siempre de adoración. «El hombre debe ser educado para guerrero y la mujer para reposo del guerrero», escribe en uno de sus más desagradables raptos de niño mimado.

Ahora, liberado de la pasión que ha sentido por Lou, debe reconstruir su vida. Quizá, como los antiguos griegos, debería realizar una cura en la montaña: una oreibasía, en honor de Dionysos, el dios de la liberación.

Los griegos llamaban «oreibasías» a sus ceremonias de iniciación en el bosque. Podríamos traducir esta palabra por «marcha a la montaña». Aunque consistía en una procesión, era también una huída; porque se trataba de escapar a las limitaciones del mundo urbano para abandonarse, durante unas horas, a la orgía y a la liberación de los sentidos. Las bacantes, sonando sus crótalos y sus panderetas, acompañaban a los jóvenes hasta el bosque. Ellas vestían sus túnicas de lino y sus estolas de piel de leopardo o de cabra. Los muchachos, con el pelo suelto, seguían el cortejo llevando hojas de higuera (símbolo del sexo femenino) y falos tallados en madera de viña.

Dios de la tragedia y de la resurrección, señor del vino y del amor, Dionysos reinaba en la montaña, despertando la fuerza de la savia que alimenta las plantas. Tenía poder sobre las fuentes y las sombras, sobre las plantas trepadoras y todas las cosas húmedas. Por eso era también el dios amado de las mujeres.

Finalmente, Nietzsche inicia en 1884 este camino de liberación. En su huida de Basilea a Leipzig, de Naumburg a Venecia, de Riva de Garda a Nápoles, de Sorrento a Rapallo, de Bayreuth a Stresa, de Orta a Torino, de Marienbad a Sils María, buscando siempre una luz apacible para sus ojos cansados, sólo le sigue el perro fiel de sus dolores.

Le persiguen las migrañas, las neuralgias, los dolores en los ojos, los vómitos, los espasmos de estómago. Desde que fue soldado en la guerra de 1870 sufre las consecuencias de las disenterías y, quizá, de las enfermedades venéreas. Viaja siempre con un botiquín de calmantes y venenos.

Y, en la luz, aparece Zaratustra

En 1881, Nietzsche había descubierto un lugar apacible en la Engadina, entre montañas, lagos y bosques, donde sus ojos encontraban reposo. Sus dolores de cabeza, sus padecimientos de la vista, su dificultad para concentrar la mirada, le habían acostumbrado a ver los paisajes con ojos impresionistas. Quizá por eso comprende tan bien la poesía de Baudelaire –otro rebelde, educado entre falda– y a los pintores franceses de su generación. Su estilo se va volviendo luminoso e impresionista, a medida que va rompiendo con el delirio romántico de Wagner.

Y en la luz aparece Zaratustra. El paisaje de Sils María, sobre todo en ciertos días de verano, tiene una luz ambigua, difusa, que provoca extrañas reflexiones y refracciones en las aguas de los lagos. Las montañas nevadas, los cúmulos tormentosos de nubes, las agujas oscuras de los abetos, las barcas dormidas en las orillas del lago… todo se funde en una luz misteriosa.

En el verano de 1881, Nietzsche llega a Sils María y se hospeda en casa de un ventero que alquila unas habitaciones. Allí establece su campamento, amontonando sus cuadernos, sus libros, sus medicinas, sus chocolates, sus arroces y sus huevos duros. Por primera vez en muchos años desaparecen, a ratos, sus migrañas y se siente en un estado de euforia, como si una misteriosa calma se abriese en su atormentada cabeza.

Paseando por las orillas del lago de Silvaplana, descubre una roca donde los pájaros dibujan los círculos del eterno retorno. Se oye el rumor de las aguas del lago que viven encerradas en sus orillas, intentando atrapar las nubes que pasan volando.

El pensamiento del Eterno Retorno se unirá finalmente a la voz de Zaratustra, engendrando una obra de arte. Mientras escribe las páginas de Así hablaba Zaratustra, Nietzsche está convencido de que esta obra es el Quinto Evangelio. Una y otra vez, verano tras verano, regresa a Sils María para seguir componiendo este poema. Por sus páginas desfilan los paisajes de la Engadina: los torrentes de la montaña, la roca, el lago silencioso con sus islas felices y el tierno tapiz de hierba.

La huida de Dionysos

Pagando las ediciones de su propio bolsillo, Nietzsche escribe los sucesivos volúmenes de Así hablaba Zaratustra. Pasa sus veranos en Sils María y los inviernos en el clima más dulce de Italia. Pero sus nervios se van deteriorando, como si la huída a la montaña hubiese minado ya sus últimas fuerzas. Cada vez parece que le cuesta más regresar de sus fugas al bosque. Vuelve cansado y silencioso, como si hubiese encontrado en la montaña un amor desesperado. Habla de cosas extrañas, se deja llevar por el enthousiasmos y, cuando llega al abandono del ekstasis, emite gruñidos sordos que sue-nan como el terrible alalé de las bacantes.

El 3 de enero de 1889, en la Piazza Carlo Alberto de Torino, ve cómo un cochero maltrata brutalmente a un caballo. El oscuro y educado trotamundos tedesco no puede soportar la escena. Se abraza, llorando, al cuello del animal, y cae desmayado.

A partir de ese instante permanece ya callado, una vez más recogido por la leal-tad incansable de las mujeres hasta el día de su muerte. Su madre lo acoge en Naumburg, donde pasa los días en un silencio sobrecogedor, envuelto en una manta, con la mirada perdida en las guirnaldas de hiedra que cuelgan sobre la terraza. Cuando muere su madre, su hermana Elisabeth lo encierra en su casa Weimar, dejando que los médicos le sometan a algunos tratamientos brutales. De los brazos de la mater dolorosa al manicomio, de la luz a la sombra… ¿Entran los locos geniales en la oscuridad o en la luz? Este es uno de los misterios de Apolo.

Pero él sigue en silencio, como si no fuese capaz de regresar, después de su huída a la montaña. A veces, pronuncia unas palabras incomprensibles, en griego: Tauropos (el de la mirada de toro), Kissophoros (el de la corona de hiedra), (el que enloquece a las mujeres)… Son los nombres ocultos de Dionysos.

El 25 de agosto de 1900 muere en Weimar. Y, en las notas necrológicas que escriben para despedirle, algunos filósofos dicen que este vagabundo ha proclamado la muerte de Dios, sustituyéndolo por el Superhombre.

Una vez más los profesores lo confunden. Este loco visionario y vidente es sólo un músico vagabundo que ha penetrado en un mundo confuso, atonal, impresionista, como los lagos de la Engadina. Para comprenderlo hay que conocer primero algunos secretos. Hasta el final, hasta las heces del vino. Porque más allá de la Cultura, en las madres del vino, vuelven a nacer los dioses, se hace la luz, la exaltación, la danza, la convivencia, comienza el Mito… Este es el misterio de Dionysos.

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