El declive de lo público

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Basta con ver, si se tiene humor, cualquiera de los muchos programas de cotilleo que tanto abundan en las televisiones públicas y privadas de nuestro país para hacerse una cabal idea de la grotesca invasión que las vidas privadas (poco edificantes en su mayoría, por cierto) hacen de los espacios públicos. Entre el surrealismo y la oligofrenia, esta fauna de lo más variopinto nos «regala» cada día un canto estridente y desafinado al mal gusto, la chabacanería y la obscenidad, quizá como recordatorio del declive del espacio público.

Síntoma y diagnóstico al mismo tiempo, toda esa caterva de pro-gramas tiene un elemento en común: el triunfo de lo personal y de lo subjetivo, ocupando el espacio público, como si de un ejército invasor se tratara, y generando una notable confusión entre la esfera pública y la privada, hasta hacerlas indistinguibles. Minusvalorar el mal que generan en nuestra sociedad toda esta bazofia televisiva es un error, pues estos programas y los que los financian tienen muy asumidas las críticas que se les hacen desde muy diversos ámbitos. También saben que no les hace mucha mella.

Sin embargo, este fenómeno no es algo exclusivo de nuestro país, y resulta más generalizado de lo que se cree en todo el mundo occidental. Algunos sociólogos sitúan el inicio de este declive del hombre público en las algaradas de la década de 1960. Otros lo llevan más lejos, a los momentos iniciales del capitalismo decimonónico. Pero sea como fuere, en esta contraposición que se hace entre la esfera privada y la pública, esta última siempre sale perdiendo. Lo privado, lo íntimo, denota calidez, confianza, sentimientos, frente a lo público, que se percibe como frío, sin sentimiento, impersonal. Y cualquier político sabe que, más importante que los programas electorales o la solvencia profesional, es el aspecto o la imagen que proyecta.

Pero lo público y lo privado forman un sistema de vasos comunicantes, y el empobrecimiento de la esfera pública no lleva aparejada una mejor vida privada, antes al contrario, la hace más pobre. El cultivo desaforado del propio yo, esa romántica búsqueda de la personalidad, generan insatisfacción y ansiedad. Al final, el yo de cada persona se convierte en una pesada carga: conocerse a sí mismo constituye un fin en sí mismo, en lugar de ser un medio para conocer el mundo. Por otra parte, la complaciente idea de que es en nuestro mundo privado donde somos «auténticos» frente al mundo público y social, hecho de apaños y teatralidad, abunda en esta confusión.

Es verdad, como afirma el dicho, que el roce hace el cariño, pero también no es menos cierto que es en el espacio más privado donde se sienten con más fuerza las pequeñas tiranías de la vida doméstica que oprimen a tanta gente hoy día. Y ese es precisamente el mayor valor que encontramos en la ciudad, aunque nos quejemos de su impersonalidad o de su frialdad. La riqueza de la vida urbana se mide también por el grado de teatralidad de las relaciones entre las personas, donde las formas, eso que antes se llamaban normas de urbanidad, tiene un valor capital. Quizá sea bueno recuperar aquellas pequeñas virtudes que componían el abc de la «buena educación»: el decoro, la puntualidad o la modestia. Justo lo contrario de lo que vemos en esos poco edificantes programas de televisión.

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