Aprender de 1914

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En julio se cumple el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial.
Lo que empezó siendo un conflicto local entre Austria-Hungría y
Serbia, a raíz del asesinato del príncipe heredero de la corona imperial,
se acabó convirtiendo, después de frenéticas jornadas de diplomacia
y cruces de telegramas, en el mayor conflicto bélico que vivía Europa
desde las guerras napoleónicas. Y en el más mortífero y destructivo. Al
producirse el asesinato de Sarajevo, nada hacía presagiar que se iba
a desencadenar una catástrofe de tal magnitud. De hecho, ninguna de
las grandes figuras europeas consideró que el asunto fuera tan importante
como para interrumpir sus vacaciones estivales para acudir a al
funeral del príncipe heredero. Un trágico error.

Europa vivía la placidez estival de una época de progreso y optimismo.
Nadie se iba a preocupar por un conflicto local. El ministro de Exteriores
británico observaba los pájaros de la campiña inglesa mientras su
homólogo francés pasaba sus vacaciones en el Báltico. El prestigioso
periódico londinense The Times informaba a sus lectores del derrocamiento
del rey de Albania; al mismo tiempo, la opinión pública francesa
estaba fascinada con el affaire Caillaux, la mujer del ministro de finanzas
que asesinó al director de Le Figaro. Sin embargo, lo que parecía
otra crisis balcánica se precipitó de manera trágica en solo un mes.

La opinión pública y los Gobiernos europeos creían que una guerra
en Europa era impensable. Sin embargo, los Estados mayores de
los diferentes ejércitos tenían minuciosos planes ofensivos en previsión
de una situación que todos veían lejana. Este hecho fue uno de los desencadenantes
de la guerra, pues dichos planes requerían, sobre todo,
rapidez para adelantarse al enemigo. Al mismo tiempo, eran planes inflexibles
y estaban constreñidos por los sistemas de alianzas. Para los alemanes,
por ejemplo, no era posible atacar Rusia sin involucrar primero
a Francia. En consecuencia, y dadas las previsiones del plan Schlieffen,
debían atacar primero Francia (y de paso, violar la neutralidad de
Bélgica). Lo mismo ocurría con los rusos: no podían castigar a Austria-
Hungría sin atacar Alemania. Una trampa diabólica.

Pero el factor humano también desempeñó un papel decisivo. Para
la prestigiosa historiadora Margaret McMillan, los protagonistas de la
época no salen muy bien parados: el káiser Guillermo II de Alemania era
un hombre débil y vacuo; el jefe del ejército austro-húngaro, Conrad von
Hötzendorf, un auténtico «macho alfa, lo mismo cabe decir del indolente
Asquith, Grey y Poincaré». En gran medida, eran hombres sin imaginación,
incapaces de prever la catástrofe, y mucho menos de evitarla. O
como dijo un general británico de su propio Gobierno que tomó la decisión
de intervenir en la guerra, «una reunión histórica de unos hombres
que, en su mayoría, ignoraban por completo lo que estaban tratando».

¿Qué podemos aprender de 1914? Debiéramos comprender que
el ambiente que propició dicha guerra (nacionalismos exacerbados, ideologías,
cuestionamiento de la democracia, terrorismo) está presente
en nuestro tiempo. Aunque los sistemas democráticos, por ser más deliberativos,
son menos propensos a cometer los errores de los sistemas
autocráticos, no están exentos de fallos clamorosos de sus élites,
como ha mostrado con la gran recesión actual. Nada es inevitable, a
condición de que se haga frente a las situaciones con determinación.

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