El Naranjo de Bulnes

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“SI BIEN EL CAINEJO LE ACONSEJABA QUE SE DESCALZARA, COMO ÉL MISMO HARÁ, PIDAL TENÍA UNA CONFIANZA CIEGA EN LAS ALPARGATAS QUE LE FIJABAN CON PRECISIÓN A LA ROCA”

Después de varios intentos infructuosos, en el verano de 1997, por fin, conseguí la documentación suficiente para escribir la primera biografía de Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós (1869-1941), marqués de Villaviciosa de Asturias, a quien he citado en esta columna frecuentemente. El resultado fue un libro titulado El hombre de los Picos de Europa (Caja Madrid, 1998) que, dos años después, fue reeditado por el Ministerio de Medio Ambiente. Ahora, con motivo del centenario de la primera escalada al Naranjo de Bulnes, el 5 de agosto de 1904, he publicado En el reino de los rebecos (Ediciones Nobel, 2004), con nuevos materiales e interpretaciones sobre la vida de este personaje merecedor de mayores atenciones.

Más que las hazañas deportivas del marqués de Villaviciosa, me interesaba su faceta conservacionista, como impulsor de la ley de Parques Nacionales (1916) y de la declaración de los dos primeros, el de Covadonga (1918) y el de Ordesa (1920). Pero, sin duda alguna, no fue esta iniciativa, ni siquiera su disparatada trayectoria política como diputado y senador (motejado por la prensa como El Arniches del Parlamento), lo que le dio relevancia pública y mediática, sino el ascenso a las, hasta entonces, inaccesibles cumbres del Naranjo de Bulnes, en compañía de Gregorio Pérez El Cainejo, un habilidoso pastor de la localidad de Caín, que solía competir con los rebecos por los riscos más inverosímiles de los Picos de Europa.

Temeroso de que algún extranjero se les adelantara, mancillando el honor patrio, ese 5 de agosto de 1904, Pedro Pidal puso en marcha el proyecto que venía acariciando desde hacía tiempo. Unos meses antes, había participado con éxito en un concurso de tiro de pichón en Londres, de donde trajo la cuerda que sujetará sus cuerpos. Una cuerda y las alpargatas que había comprado en la madrileña calle de la Salud. Ningún otro artilugio. Si bien El Cainejo le aconsejaba que se descalzara, como él mismo hará, Pidal tenía una confianza ciega en las alpargatas que le fijaban con precisión a la roca. El relato de este ascenso al Naranjo, escrito por el marqués (también El Cainejo escribe su propia versión), fue publicado por vez primera en La Época, y reproducido luego por las principales revistas especializadas europeas. La hazaña de estos dos personajes marca el punto cero del alpinismo español. 

“(…) nos atamos fuertemente la cuerda a la cintura, cada uno por un extremo, y empezamos la subida. El Cainejo tomó la delantera, lo más difícil, y yo seguí de cerca, poniendo los pies y las manos donde él había puesto los suyos, y así fuimos trepando un buen pedazo (…) cuando, a hurtadillas, lancé una vez la vista por debajo de mí (…) no vi nada, estábamos en plena niebla, en la nube (…).

Habíamos llegado a lo verdaderamente impracticable (…). Allí estábamos los dos, mudos, esperando sin duda que alguna inspiración divina nos determinase algo, cuando, para cambiar de postura, tropezó mi mano izquierda con una grieta oculta que parecía estar hecha para ella. ‘Gregorio –le dije–, yo tengo aquí un agarradero magnífico. Póngase usted sobre mis hombros primero, luego su pie izquierdo sobre mi mano derecha, y verá usted cómo le aúpo. Y una vez que usted pueda echar los brazos por encima de esa panza, si no está del todo lisa, ya se agarrará usted y se ayudará con las rodillas’ (…). Así lo efectuó, y echándome yo hacia atrás sobre la niebla para empujarlo hacia arriba, lo icé por encima de aquel estorbo maldito. Una vez arriba, sus brazos se encargaron de mí, levantándome en vilo con la cuerda (…)”.

Este es el momento crucial del ascenso, aunque la bajada tampoco estuvo exenta de dificultades. Una vez en la cumbre, describe el marqués de Villaviciosa: “El paisaje que divisábamos no era otro que el corazón de los Picos de Europa, visto de en medio de ellos; glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfiladeros, vertientes, pedrizas, pozos, rebecos empingorotados en alguna punta, o manadas de ellos paciendo a nuestros pies en el valle desierto (…)”.

Aunque la prensa reflejara en su día la noticia, fue en las décadas de los veinte y treinta, coincidiendo con la proliferación de clubes alpinistas por toda España, cuando el Naranjo y la hazaña de estos dos personajes, que más de uno comparó con las figuras de Don Quijote y Sancho, adquirió una dimensión inusitada. En 1906, el alemán Gustavo Schulze, que realizaba estudios de geología en Asturias, siguió sus pasos por otra vía y con clavijas de sujeción, y 10 años después, el 31 de agosto de 1916, Víctor Martínez hizo lo propio. Tanto Víctor, como su hijo Alfonso, se convertirán en guías de lujo de multitud de montañeros. “Por 20 duros subo al Picu delante de usted”, desafiaba Alfonso a los turistas. El mismo Alfonso que, cuando visitó por vez primera la catedral de Oviedo, presumió ante un periodista: “Ayer noche estuve allá, y así como estoy, trepé unos metros, los más difíciles”.

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