¿Qué es la vida?

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Erwin Schrödinger, premio Nobel de Física en 1933 por la ecuación que lleva su nombre y que describe los fenómenos cuánticos, fue también un personaje singular en una época, la primera mitad del siglo XX, repleta de físicos eminentes y peculiares. La revista italiana Panorama definió esa singularidad con envidiable brevedad al cumplirse el centenario del científico, titulando: «Gran físico aquel poeta». Difícilmente se puede mejorar la economía de palabras empleada para expresar que Schr?dinger fue mucho más que un talento de la ciencia y que interpretaba esta como una expresión estética de la naturaleza. Su curiosidad intelectual le llevó más allá de la física, y es recordado también por un libro en el que invadía terreno ajeno y que se titulaba ?Qué es la vida?. Sutil y certera, esta obra no daba respuestas, pero apuntaba perspectivas inéditas para los biólogos, que se vieron estimulados por las ideas de Schrödinger, convirtiendo el librito en un clásico de la literatura científica.

La pregunta sigue, no es necesario subrayarlo, sin contestación. Esa expresión de la naturaleza tan radicalmente diferente de la materia inerte, de la que formamos parte y de la que solo tenemos constancia de su existencia en este minúsculo rincón del universo que es la Tierra, sigue siendo inefable, inasible, inexplicable.

«COMO TANTAS OTRAS VECES, LO ARTIFICIAL ES MERA IMITACIÓN DE LO QUE LA NATURALEZA YA HA INVENTADO»

Las diferencias entre la materia viva y la inerte nos parecen claras cuando escogemos ejemplos radicales: un perro frente a un trozo de cuarzo no suscita dudas, pero en la frontera entre lo vivo y lo inanimado esa claridad se diluye: los constituyentes elementales de los organismos vivos son moléculas que interactúan siguiendo procesos químicos comunes a los que rigen el mundo inorgánico. Incluso hay entes intermedios, los virus, carentes de la capacidad de sobrevivir solos, por lo que no están incluidos entre los seres vivos, pero dotados de un instinto por el que aprovechan, a veces de forma letal, la maquinaria biológica de los seres vivos para comportarse como uno de ellos.

Hace un tiempo recordábamos en esta columna el hito que supuso el experimento que Stanley Miller realizó en 1953 por el que generó aminoácidos (los ladrillos de las proteínas, que son las que realizan el trabajo en los organismos vivos) a partir de sus componentes químicos. Ahora, se ha dado otro paso hacia el entendimiento práctico del misterio con la creación de la primera célula artificial o sintética. El término es pretencioso y llama a equívoco, pero es el empleado por su creador, el famoso y polémico Craig Venter, genetista y empresario estadounidense con grandes dotes para la publicidad. Y así lo han reproducido, con las alharacas que los periodistas empleamos cuando disponemos de un llamativo titular, los medios de comunicación de todo el mundo.

Lo dudoso es que lo conseguido por Venter merezca tal denominación. Para empezar, todos los mecanismos celulares de su creación, excepto las hebras que contienen la información genética, son tomados prestados y lo que los investigadores han hecho ha sido insertar dicha información. En esta parte mecánica, lo realizado es, más o menos, lo que hicieron los creadores de Dolly, la célebre primera oveja clónica: introducir el ADN portador de la información genética en una célula preexistente. Eso sí, en una célula mucho más simple (procariota, el tipo de célula de las bacterias, que son los organismos vivos más elementales), y no en una célula compleja, eucariota, como las de una oveja. Tampoco han creado la información genética inyectada, sino que la han copiado de un organismo ya existente, la bacteria Mycoplasma mycoides, que pertenece a un género considerado el más sencillo de todos, con un genoma mínimo y carente incluso de pared celular.

El proceso se inició con el desciframiento del genoma de este microorganismo ínfimo, formado por poco más de un millón de bases. Después han ido fabricando la hebra de ADN letra a letra (ya se sabe que la cadena de esta molécula se compone de cuatro tipos diferentes de bases conocidas por sus iniciales: A, C, G y T), creando segmentos de unas mil bases cada uno, que se fueron luego cosiendo entre sí hasta reproducir con milimétrica exactitud el orden original. Una vez completa, la han introducido en una célula de Mycoplasma mycoides, a la que previamente habían despojado de su propio ADN y han podido comprobar que el genoma artificial funcionaba igual que el original.

Esta es la principal aportación científica del experimento: confirmar prácticamente lo que ya se sabía, es decir, que la vida es química y si se reemplazan las moléculas originales por otras generadas en la probeta el mecanismo funciona igual. Como tantas otras veces, lo artificial es mera imitación de lo que la naturaleza ya ha inventado. Podremos empezar a hablar de vida artificial cuando alguien genere una célula con mecanismos diferentes a los que poseen las naturales y que esté dotado de genes que no existen ya en alguno de los genomas de los millones de especies existentes. Mientras tanto, seguimos haciendo ingeniería mimética.

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