Poblachones

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Antonio López tiene la culpa de que vuelva al asunto de una columna anterior titulada Feísmo, una palabra que suelo prodigar aquí convertida en reproche. Viendo la gran exposición antológica que el museo Thyssen de Madrid le ha dedicado al artista castellano-manchego, o manchego a secas, me sorprendo del feísmo que habita en sus maravillosos cuadros. Por supuesto, conozco desde hace tiempo parte de su obra (aquella retrospectiva del Reina Sofía en 1993) y he leído numerosos artículos y entrevistas de/con este gran pintor y escultor reconocido mundialmente y a la cabeza de los artistas españoles más cotizados.

¿Es insolente afirmar que hay feísmo en la pintura de Antonio López? Creo que no y, aunque de manera menos tajante, algo dice al respecto su colega Luis Gordillo al comentar ciertas obras en el vídeo que se proyecta en la propia exposición. Entendámonos, hay feísmo en lo que pinta, no en cómo lo pinta. No es el caso, por ejemplo, de sus fantásticos y famosos óleos de la Gran Vía, la calle elegante y central de Madrid que acaba de cumplir 100 años, pero sí de otros pertenecientes a la serie Vistas de Madrid tan importante en su trayectoria, quizá con la excepción de la Vista desde Torres Blancas. En las demás (Afueras de Madrid desde el cerro Almodóvar, Madrid desde la torre de bomberos de Vallecas y hasta Terraza de Lucio, etcétera), los pinceles de Antonio López reflejan un Madrid más próximo al poblachón manchego, como en su día lo definiera Azorín, que a la ciudad moderna y cosmopolita que es o aspira a ser acaso con demasiada pretenciosidad.

Poblachón manchego. La Wikipedia reproduce algunos artículos que utilizan es término no solo referido a Madrid (“poblachón riojano” se dice de la Vitoria de la década de 1950 o “poblachón monstruoso” para denunciar los peligros que acechaban Sevilla por la misma época) y los diccionarios tampoco son demasiado explícitos. El Espasa incluye poblacho (“pueblo ruin y destartalado”), pero no poblachón. La enciclopedia Larousse dice que poblacho es “pueblo”, mientras que define poblazo como “pueblo ruin y destartalado”. El Casares, por su parte, recoge el vocablo poblachón (“una población grande”), mientras que define poblacho de nuevo como “pueblo ruin y destartalado”.

“EN EL ARTE, LO FEO COMO MOTIVO SUELE DAR RESULTADOS ESTÉTICOS ESTUPENDOS, PERO DEJÉMOSLO AHÍ”

En realidad, ¿qué quiso decir Azorín cuando escribió que Madrid es un poblachón manchego? ¿Que es un pueblo grande, pero pueblo al fin? ¿Qué pertenece a La Mancha? ¿Que es igual de destartalado que algunos poblachones manchegos? Usará el mismo término en otras ocasiones, cuando, por ejemplo, describe Yecla, trastocada en Lantigua en Diario de un enfermo (1901), como “un poblachón manchego, triste, sombrío y tétrico”.

Sea como fuere no creo que a nadie se le ocurra llamar poblachón a una ciudad que le parezca hermosa, al margen del tamaño, porque esa palabra, como las de poblacho o poblazo, lleva asociada otra que se repite en la definición de los diccionarios: destartalado. Antonio López tiene una curiosa querencia por lo destartalado, casi diría por lo cutre. Si el estudio del artista que sale en sus cuadros es el suyo no puedo explicarme cómo una persona de su elegancia (imaginándolo incluso con el traje de pana y la camisa abrochada hasta el último botón, como alguna de sus esculturas) soporta un entorno de trabajo tan objetivamente desapacible. Lo mismo he pensado ante ese maravilloso dibujo al carbón Taza de váter y ventana, 1968-1971). ¿Pertenece a su estudio? ¿Lo utiliza el artista o solo lo conserva como material de trabajo?

Hay también mucha desolación en los cuadros de Antonio López, incluso en aquellos de temática intimista. ¿O es que no la han visto en la Mujer durmiendo (1963), una escultura en formato de cuadro, o en los rostros de esa madre y esa niña que comparten La cena (1971-1980) en una mesa de elementos desordenados y estética tipo Duralex o incluso en Carmencita jugando (1960), que algunos consideran una de sus mejores obras? Que así fuera la realidad de la época no me sirve de respuesta. Lo que me pregunto es por qué el artista manchego elige siempre lo mismo, incluso cuando la sociedad y su propio entorno han cambiado tanto. Sé que son argumentos de trabajo como cualesquiera otros y dada su terca fidelidad no quiere o no siente la necesidad de cambiarlos, pero los espectadores podemos preguntarnos estas cosas, especular sobre la influencia que han tenido en el artista o en nosotros aquellos paisajes naturales o urbanos, exteriores o interiores, en los que han transcurrido nuestros primeros años de vida. Los de Antonio López debieron de ser demoledores.

Rememoro un viaje con otros periodistas por Castilla-La Mancha en el que tuvimos un encuentro con su entonces presidente José Bono. Todavía bajo el impacto del feísmo acumulado que había visto en algunos pueblos de cuyo nombre no quiero acordarme y en los que, por cierto, abundaban esas casas de nuevos ricos que han destrozado los entornos rurales o semirrurales de media España, en cuanto me vi frente a frente con Bono no pude contenerme: “Presidente, cuide usted un poco más la estética de los pueblos”. El hombre se rió, qué iba a hacer ante tal impertinencia, pero me gustaría que la recordara cuando vea esta magnífica exposición donde su tierra y la de Antonio López sale poco favorecida. De igual modo que en el periodismo solo las malas noticias son noticia, en el arte lo feo como motivo suele dar resultados estéticos estupendos, pero dejémoslo ahí, solo como motivo de inspiración y de exposición en los museos.

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