Latín y más

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La enésima reforma que prepara el Ministerio de Educación supondrá un aumento de las horas lectivas para la enseñanza del latín. Aunque se trata de un pequeño aumento, es una buena noticia. Sería demasiado prolijo exponer aquí los vaivenes que ha sufrido esta vetusta asignatura en nuestros planes de estudios. En los últimos años, ni siquiera era obligatoria en al menos un curso. Desde que un inefable ministro dijera aquello de “más gimnasia y menos latín”, la lengua de Cicerón ha sido arrinconada en beneficio de otras materias, como la gimnasia, lo que nos ha llevado a ser, al fin, una potencia mundial en el deporte, pero un país notablemente más inculto.

Es cierto que el latín es lo que se llama una lengua muerta, que no se habla en ninguna parte. Todavía hace unos siglos, el latín era la lengua franca de la ciencia, pero hoy es el inglés. Apenas ocupa un pequeño lugar en las taxonomías científicas y poco más. Incluso la Iglesia católica, sostenedora durante siglos de esta lengua, la fue abandonando, primero en la liturgia y luego de los documentos oficiales. Entonces, ¿por qué enseñar una lengua inútil en apariencia? Desde luego los reformadores del ministerio de educación parece que han tenido muy clara la respuesta, a tenor de la presencia cada vez más menguante de los estudios clásicos en las aulas.

El estudio de la cultura clásica y la practicidad que se busca en los programas educativos actuales no parecen ser buenos compañeros. Quizá el problema radica en la confusión del adjetivo “práctico”. Una vez le preguntó Unamuno a un ingeniero muy defensor de lo práctico y lo pragmático: “¿Cuál de las dos cosas es más práctica: el tranvía que lo lleva al concierto, o el concierto mismo?”. Un argumento que siempre se ha utilizado como defensa del estudio del latín es la importancia de la tradición clásica en nuestras sociedades, tanto en la cultura como en el pensamiento. Sin embargo, este argumento posiblemente ha producido el efecto contrario, es decir, el latín es una reliquia en un mundo obsesionado por la innovación y el desarrollo.

Quienes tienen cierta edad recordarán los quebraderos de cabeza que nos daban las traducciones de Cicerón o Salustio. Y, precisamente, en esos quebraderos de cabeza está la utilidad del latín. Una de las más altas experiencias intelectuales que puede ofrecer un bachillerato es justamente el trabajo de interpretar un texto clásico. En principio, puede parecer una labor modesta y poco espectacular, pero seguramente es más eficaz que tanta materia expositiva que de manera pasiva recogen los alumnos en manuales que son resúmenes de resúmenes, que solo aportan un conocimiento de segunda mano y que crean una falsa conciencia de saber, el mal que denunció Sócrates: creer que uno sabe lo que no sabe.

El latín, la lengua madre de la mayoría de las lenguas de la Europa occidental, exige un esfuerzo intelectual diferente del que piden las lenguas modernas. Su estructura sintáctica más rigurosa y articulada y su capacidad para la expresión concisa estimulan unas competencias lingüísticas diferentes. Al mismo tiempo, requiere unas capacidades analíticas que pueden formar a los estudiantes en el rigor intelectual, que no es sino otra variante del rigor científico. Y queda un último valor: el del trabajo perseverante y los hábitos de estudio.

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