Detrás de las decisiones

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La ciencia comienza a cuestionarse la supuesta racionalidad en la ponderación de las diversas alternativas durante el proceso de elección

La abundancia de alternativas en todos los órdenes de la vida y la necesidad de escoger entre ellas se ha convertido en una constante en nuestra sociedad. En 1941, el filósofo Erich Fromm escribió un libro titulado El miedo a la libertad, en el que exponía que en una democracia moderna la gente se siente acosada, no por la falta de opciones, sino por el exceso abrumador de estas. Desde la nimia elección de un modelo de teléfono móvil hasta el más trascendental diseño de la política energética para un país, nuestras vidas están salpicadas de miles de decisiones diarias, tanto en la faceta personal como colectiva. ¿Cómo tomamos las decisiones? ¿Hasta qué punto somos racionales en nuestras elecciones y optamos por la opción más conveniente? La ciencia comienza a cuestionarse los procesos que hay detrás de la ponderación de alternativas y la decantación por una de ellas.

El paradigma clásico

Este cuestionamiento ataca la concepción clásica del proceso de toma de decisiones, construida sobre una teoría racional del comportamiento de los individuos y las organizaciones. «La toma de decisiones es una parte central de la ideología occidental moderna. Está vinculada a los conceptos clave de la era de la razón, como la voluntad humana y el control del hombre sobre su destino, e impregnada de contenido simbólico», comenta James March, de la Universidad de Stanford, en su libro A primer on decision making: how decisions happen.

Esta confianza, casi ontológica, en la razón es la que ha hecho posible que durante décadas economistas y psicólogos apoyen sus estudios sobre el proceso de toma decisiones en una concepción esquemática y lineal del comportamiento humano. El proceso arranca con la identificación de una serie de alternativas de acción posibles ante un problema. A continuación, se valoran las expectativas de resultados derivados de la adopción de cada una de las alternativas y se escoge aquella que maximice el rendimiento.

Esta es, resumida, la concepción que ingenieros, economistas, médicos, políticos y otros profesionales han tenido del proceso de toma de decisiones. Sobre esta teoría se han construido, por ejemplo, las estrategias de marketing destinadas a incrementar la preferencia de los consumidores por un determinado producto.

«La economía convencional presupone que somos racionales, que conocemos toda la información pertinente relacionada con nuestras decisiones, que podemos calcular el valor de las diversas opciones y que cognitivamente nada nos impide sopesar las ramificaciones de cualquier decisión potencial.

El resultado es que se da por descontado que tomamos decisiones lógicas y juiciosas. Basándose en estos supuestos, los economistas extraen conclusiones de largo alcance sobre toda una serie de cosas que van desde las tendencias de compra hasta las leyes, pasando por las políticas públicas», explica Dan Ariely en su libro Las trampas de deseo: cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error, en el que desgrana los resultados de multitud de ingeniosos experimentos realizados en su laboratorio del Massachusetts Institute of Technology (MIT) sobre cómo tomamos las decisiones.

Economía conductual

Pero lo cierto es que las investigaciones de Ariely en el campo de lo que se ha denominado economía conductual dibujan un panorama completamente diferente. Según sus resultados, la racionalidad no orienta nuestras decisiones la mayoría de las veces, sino que muy frecuentemente caemos víctimas de múltiples influencias que dotan a nuestras elecciones de un componente irracional. Lo curioso de los hallazgos de Ariely es que esa irracionalidad no es ni aleatoria ni insensata; al contrario, es sistemática y previsible.

«Todos cometemos los mismos tipos de errores una y otra vez, a causa de la estructura básica de nuestro cerebro. ¿No tendría mucho más sentido la economía si se basara en la manera como actúa realmente la gente, en vez de hacerlo según la manera como debería actuar?», sugiere Ariely. Una idea en la que coincide también José Alberto Díez de Castro, del departamento de Organización de Empresas y Comercialización de la Universidad de Santiago de Compostela. «La realidad que pretende representar el modelo racional es inventada, no existe. El modelo intenta fijar una forma ideal en que se deberían tomar las decisiones, sin tener para nada en cuenta cómo se toman en realidad», explica el experto.

«DESDE LA ELECCIÓN DE UN TELÉFONO MÓVIL HASTA EL DISEÑO DE LA POLÍTICA ENERGÉTICA PARA UN PAÍS, NUESTRAS VIDAS ESTÁN SALPICADAS DE MILES DE DECISIONES DIARIAS, TANTO EN LA FACETA PERSONAL COMO EN LA COLECTIVA»

Para los expertos, las versiones puras de la elección racional son difíciles de aceptar como retratos creíbles del comportamiento real de personas y organizaciones. La mayoría de ellos reconoce la incertidumbre que rodea a las consecuencias futuras de las acciones en el presente y hablan de una racionalidad limitada. Lo cierto es que en muchas ocasiones la persona que tiene que adop

«¿NO TENDRÍA MUCHO MÁS SENTIDO LA ECONOMÍA SI SE BASARA EN LA MANERA COMO ACTÚA REALMENTE LA GENTE, EN VEZ DE HACERLO SEGÚN LA MANERA COMO DEBERÍA ACTUAR?», SUGIERE DAN ARIELY, DEL MIT

tar una determinada decisión no conoce todas las alternativas posibles, no es capaz de prever las consecuencias futuras de cada elección, no busca toda la información relevante o, simplemente, no la tiene en consideración. Muchas veces, en lugar de calcular la mejor acción posible, se busca una acción lo suficientemente buena. «En contra del paradigma racional clásico, el decidor trata de obtener una solución satisfactoria y no una solución óptima», señala Díez de Castro.

En otras ocasiones, las disfunciones propias de la percepción del riesgo son las que alejan a los individuos de la racionalidad en la toma de sus decisiones. Los psicólogos constataron hace tiempo la dificultad de postergar la gratificación de placeres actuales en pos de beneficios futuros. Cuando se compara la satisfacción por saborear un delicioso pastel de chocolate hoy con la gratificación por disponer de un mejor estado de salud dentro de 20 años, muchas personas se inclinan por el placer inmediato, aunque no sea la elección más racional. Lo mismo se podría decir de las decisiones que tienen que ver con el medio ambiente, con el ahorro económico y con las medidas políticas de corte electoralista.

El neuromarketing

La acumulación de las evidencias empíricas acerca de la racionalidad limitada a la hora de tomar decisiones ha llevado al desarrollo de una nueva disciplina científica: la economía conductual, que pretende aprovechar las potencialidades de la psicología del comportamiento para encontrar pautas en el pensamiento humano que permitan vender más. Dan Ariely, del MIT, es uno de sus precursores. No en vano, su trabajo consiste en enseñar a los futuros directores de marketing los secretos de la predecible irracionalidad de las elecciones de los clientes. El último paso es el neuromarketing, que emplea técnicas como la resonancia magnética funcional para conocer la actividad cerebral en el momento de la ponderación de alternativas y la toma de una decisión. ¿Servirán algún día estas técnicas para conocer el porqué y el cómo del cúmulo de decisiones individuales que han llevado a la mayor crisis económica desde la Gran Depresión?

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