Cultura, ocio y negocio

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“Pero el disponer de ocio parece ser la base misma del placer, de la felicidad y de la vida dichosa. Esta no está alcance de los ocupados en trabajos, sino de los que disfrutan de tiempo libre”1

El emparejamiento ocio/negocio se ha convertido en un meme que pulula en nuestro atareado tiempo, y que muchos utilizan por razones de eufonía y de reclamo publicitario, mientras que algunos pocos se interesan por los argumentos etimológicos de esta simbiosis: el negocio romano [neg-otium], entendido como ocupación y trabajo, es la negación del ocio [otium], considerado descanso, reposo y tiempo libre.

Gran parte de los productos de la industria cultural están diseñados para ese tipo de ocio contrapuesto al negocio, para el tiempo libre en contraposición al tiempo del trabajo, unos productos culturales dedicados, en su mayoría, a la diversión y al entretenimiento a ultranza: es el negocio del ocio en el cual lo que se oferta es una mercancía.

Pero cuando el dueto ocio/negocio va precedido de la palabra cultura las cosas se complican, si lo que se pretende es ceñirse en la reflexión a la cultura como recatada construcción personal, a esa elaboración intelectual que nos permite pensar la vida, desde la memoria del pasado hacia el futuro, hasta enhebrar una propia visión del mundo. Esta discontinua y paciente construcción de la cultura personal exige tiempo; ¿de dónde sale ese tiempo?

Contestar exige recordar las diferencias entre la concepción romana del ocio, de su tiempo libre –contrapuesto al tiempo dedicado al trabajo o negocio– y del tiempo libre entre los griegos. El otium romano era la muy libre traslación de la scholê griega, entendida como el tiempo libre del que disponen los hombres libres, para dedicarlo al estudio y a la meditación. La scholê de los griegos –una actividad noble que tiene el fin en sí misma– significa no solo tiempo libre, sino reposo, paz, estudio y escuela: es un ocio muy especial, disponible para el “cultivo del espíritu”. Para los griegos, lo contrario de la scholê era su negación, la a-scholia, es decir, el trabajo. Disponer de tiempo libre, gozar de la scholê, era lo que distinguía a los hombres libres de los esclavos, a los que solo les correspondía la ascholia, o sea, trabajar para otros. En este contexto “los atenienses propietarios de esclavos emplearon su tiempo libre en hacer una contribución permanente para la civilización, que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo”2.

En la tradicional expresión vita activa –contrapuesta a la vita contemplativa– Hanna Aren3 distinguió tres actividades fundamentales con las que los seres humanos emplean su tiempo, en una creciente jerarquía de importancia, una distinción, según confiesa, “que no es usual”, y en la que la terminología que aplica, variable según los idiomas, puede resultar confusa:

La labor [labour en inglés, travail en francés] sería la actividad, poco agradable y forzosa, relacionada con los procesos biológicos de nuestro cuerpo, impuesta por la necesidad de sobrevivir. Esta actividad primaria no crea nada persistente, ya que el resultado de sus esfuerzos es rápidamente consumido y debe ser continuamente renovado para sobrevivir. Es la actividad más puramente animal, en la que el ser humano se comporta, según Arendt, como animal laborans y sería el equivalente del esclavo: al defender la esclavitud, los antiguos griegos intentaron excluir esta actividad laboral de las condiciones de una vida humana libre.

El trabajo [work en inglés, oeuvre en francés] incluiría –como la technê y la poiesis griegas– toda actividad humana que crea artefactos y, con ellos, el mundo artificial de las cosas que permanecen más allá de su creación. Es la actividad que caracteriza al homo faber, el que construye, mediante la transformación de la naturaleza, el mundo físico y cultural en el que vive, con vocación de permanencia y estabilidad.

La acción [action en inglés, action en francés], única actividad que se da en los hombres sin mediación de cosas, se correspondería con la condición humana de la pluralidad, la que hace posible la vida política. Una actividad para la que –como ironiza Bertrand Russell– “no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el dominio del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, el arte de la propaganda”.

El tiempo dedicado a la construcción personal de la cultura –el tiempo de la scholé– ha de buscarse hoy en el breve tiempo libre intercalado entre el trabajo necesario para sobrevivir. Es un tiempo libre urdido afanosamente con breves retazos, dedicado al esfuerzo intelectual, a la solitaria lectura, al pensar crítico que la interrumpe, y… a la escritura. Es el tiempo en el que uno o varios libros, una hoja de papel en blanco, una pluma o un lápiz, y –en su momento– la pantalla del ordenador y el ratón, son los objetos que manejamos. Pero también en el tiempo libre debería incluirse el arte de la ociosidad, que “ignora la impaciencia y la avidez del lector moderno”, que dedica momentos de ocio a “clarificar las nuevas experiencias, a dejar que maduren las obras en marcha en el inconsciente y a acercarse a la naturaleza para sentirse de nuevo amigo y hermano de la tierra, de las plantas, de las rocas y de las nubes”4.

1 Aristóteles, Política, Libro VIII, cap. III, Biblioteca Clásica Gredos, 2004.

2 Russell Bertrand, Elogio de la ociosidad, Los libros de Sísifo, Edhasa, 2000.

3 Arendt, Hanna, La condición humana, Paidós, 1993.

4 Hesse, Hermann, L’art de l’oisiveté, Calman-Lévy, 2002.

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